martes, 23 de diciembre de 2014

Umbra, séptimo demonio.


Ambos pensaban en lo mismo. Si hubiesen tenido dotes telepáticos, se hubiesen impresionado, la sorpresa sin dudas los hubiese hecho reír. Mirando el jacarandá, ambos pensaron en la oscuridad que lo envolvía: “De noche, pierde su magia”, se dijo cada uno, por separado, en silencio. Sin embargo, se miraron tras decirlo: como si se hubiesen escuchado. De hecho, cada uno intuyó que el otro pensó lo mismo, y se alegraron por separado.
            El jacarandá era una sombra, una excepción a las breves luces que sobrevivían en la noche. El jacarandá era la sombra de un jacarandá, era una silueta. Las luces no iluminaban todo, producían sombra. Ellos tampoco eran ellos: también eran sombras, tan sombrías como el árbol. De hecho, no se miraban: intuían mirarse. Sabían el espacio de oscuridad que el otro ocupaba. La oscuridad era la habitación en la que estaban.
            Durante la noche, cambiaron de posición. Seguía oscuro. Ahora miraban la muralla que, iluminada por las excepcionales luces, proyectaba las ramas del jacarandá. Parecía una proyección cinematográfica: la danza del árbol, el jacarandá y la noche. Las ramas iluminaban con oscuridad la muralla blanca. Capturados por la experiencia, no se miraron, aunque sabiendo que el otro estaba al lado.
            Tapados por la sábana, solo se veían luces repentinamente: la se iluminaba y los rostros mutuos parecían intermitentemente. Ambos pensaron que el rostro del otro era, de alguna manera, el jacarandá. Los roces aleatorios entre una mano y otra, entre una pierna y un brazo, convertían la situación en un juego sin reglas: sin ganadores, sin estrategias.
            Una manta negra cubría ambas cabezas. Un abrazo unía ambas sombras, las unía a su vez con la sombra que lo iluminaba todo. La sombra, ahora, era la de una manta y de un árbol. La forma se perdía, siempre se pierde la forma y eso es lo correcto: una noche no tiene forma, una noche no tiene horizonte: nunca hay día tras la noche, nunca hay luz tras la sombra, nunca hay uno tras dos.

sábado, 13 de diciembre de 2014

Magno, sexto demonio.


Aunque siempre nos reíamos de los cobardes, estábamos profundamente nerviosos. Seguía mi turno y todos me miraban con el rostro de los muertos que miran al vivo: una mirada de rechazo, pero del rechazo de un amigo, ese rechazo que sirve para que el otro no pase al lado de los muertos. No querían verme muerto también. Capitán me separa de los muertos y me dice: “No hay que hablarle a la gente, tienes que hablarle a la historia”. Su eco resonaba en mi mirada y se volvía hacia los muertos a darles la mirada silenciosa del reproche. En mi breve soledad, me frotaba las manos y pensaba en el ángel de la historia: me miraba con su cuello torcido y su mirada de muerto de un futuro que quizá no conoceríamos. De mí dependía que todos siguiéramos muertos.
            Recordamos esa anécdota de hace una década con Capitán. “Ahí naciste, Magno”, me sirvió más vino. Pensé en la historia y cómo mi actuación tuvo eco en esta historia. “Nadie pudo creerlo, pero yo siempre lo supe: por eso tu actuación fue la última”. Los demás decían que su tono era mesiánico, pero él siempre me dijo que no era “mesiánico” sino “profético”: “Tú eres el mesías, yo solo sé anunciarlo”. Me sirvió más vino: “Siempre creí que fuiste el mejor, tan inteligente como para entrar al partido: se necesitan libre pensadores que sepan trabajar en equipo… Pero la universidad hace lo suyo con mentes jóvenes. Ahora necesitamos líderes, necesitamos filósofos: tú tienes ambas cualidades, eres Magno”. Me servía más vino: “¿Quieres ser escritor? ¿Político? ¿Poeta, filósofo? Tienes talento para cualquiera, para todas: eres Magno”, me decía Capitán. Parecía un simple ejercicio de psicología inversa, visto desde afuera. Pero yo lo conozco: era otra burla, era la misma burla.
            Después de haber dado ese discurso y haber obtenido el campeonato, los jueces se me acercaron: “¡Brillante!”, me gritó desde lejos el presidente del jurado, abriéndose paso por entre sus símiles: todos vestidos con un traje azul uniforme, que los diferenciaba exclusivamente el forro interno: el forro del presidente era rojo y junto a los demás nos habíamos reído de ese toque de mal gusto antes de la final. Entre nosotros intercambiamos risas cómplices tras constatar que el del forro rojo era el presidente, aunque de nuestras sonrisas no participaba Capitán. Los demás celebraban, sonreían, alzaban la copa. Yo recibía los halagos del jurado mientras desde lejos veía a Capitán esperándome. “Cuando te miraba, muchacho, era como mirar a un ángel hablando”, me sonreí, intenté que Capitán me mirara, esperaba que hubiese escuchado eso. “Estuviste brillante… No, brillante es muy poco: estuviste magno”. Afuera llovía. En la escalinata esperaba que escampara para irme con los muchachos a celebrar, sin la compañía de Capitán, que siempre se retiraba a su casa o a la sede del partido a trabajar. Pensamos que ya se había ido, de hecho. Quise ir al baño antes de marchar, aprovechando que pasara la fantasmal lluvia que humedecía la ciudad. Capitán estaba en el baño y solo me habló a contraespejo: “Le gustaste a los señores, eres de su gusto, igual que el forro rojo del traje. El halago es la forma de mantener muertos a los muertos, Magno”.

lunes, 8 de diciembre de 2014

Hadewijch, quinto demonio.


Al no reconocer el techo, mi techo, me asusté. Ese temor que no dura una fracción de tiempo, que solo es una punzada atemporal. Pronto recordaría por qué no reconocí ese techo, pero mientras estaba en ese espacio de temor, me gritó desde fuera de la habitación que si estaba despierto. Tardé una reflexión en responder que sí: “¡Sí!”, tuve que decir por segunda vez. La reflexión que tardé fue si acaso había dormido con ella o no: miré la cama y el desorden de las sábanas era tan ambiguo que podía ser que dormimos juntos y ella tuvo un sueño calmo, o que yo tuve un sueño desordenado. Intenté recordar, pero no lo logré.
            “Vamos de salida, me vas a acompañar”, me dijo pasándome una toalla. Al borde de la cama miraba por la ventana: había sol que iluminaba sin calor, corría viento. Recordé algo de mi sueño: soñé con ella y que estábamos en un muelle, era de tarde, previo al ocaso. Mirábamos y reconocíamos las estatuas que salían del mar: recordaba nítidamente una de Ganesh, a la que yo insistía en decir que era la estatua de la libertad.
            Mientras íbamos en el auto, no me atreví a preguntarle si dormimos juntos, porque de alguna manera me parecía evidente que sí. Su vestido blanco hacía rebotar la luz del sol en mis lentes. Tenía resaca, aunque intenté disimularla. “Estamos llegando, por cierto. Es una misa”, me dijo. Me pareció un panorama divertido, sin pensarlo: una misa, un ritual, liturgia, velas, cantos, disciplina, vitrales, sentarse, pararse. Imaginé jardines y calma. Era una resaca perfecta, pero también un momento de silencio junto a ella. No hablamos hasta llegar: una iglesia montada en la cima de una colina. El camino de llegada era único, rodeado de rosales. Las escalinatas de piedra parecían calientes, por el impacto del sol acumulado durante la mañana. Subían junto a nosotros unos clérigos, siguiendo un ritmo determinado, casi aprendido, claramente sincronizado. Uno de ellos se detiene, desarmando la sincronía, para saludarla. Lo saludo y me alejo mientras ella se queda conversando con él y otro clérigo que se uniría al instante. Me alejé, pasando por entre la abertura de un rosal. Caminé por el pasto. A lo lejos, casi detrás del edificio que hacía las veces de iglesia veía un árbol, que parecía ser un jacarandá. “¡Ven! Ya va a empezar”, me gritó animosa.
            Era un rito especial, no era una simple misa: era un ritual de cosecha, o algo así. Se celebraba el cambio de ciclo, la llegada de la primavera: “Qué premoderno. Celebrar la naturaleza. Es premoderno”, le dije y me hizo callar. Aunque se rió. Eso me importaba, que se riera. Detrás del altar había un ventanal transparente. Mientras miraba las coreografías que ocurrían en el altar, yo intentaba mirar más allá, a ver si alcanzaba el jacarandá. Intercalaba miradas entre el ventanal y ella. Intercambiábamos sonrisas. Me sentí como en el Edén, por un espacio, un espacio similar al del temor del despertar, un espacio que no es de tiempo.
            Dado que no logré dar con el jacarandá durante la misa, mi intención era ir a verlo apenas saliéramos de la iglesia. Pensé que pude haberlo imaginado. No quise contarle del jacarandá para no quedar como loco. Le propuse que diéramos la vuelta a la colina. Una sensación de temor se apoderó de mí mientras conseguía la perspectiva para mirar el árbol. El árbol estaba allí: nos sentamos bajo su sombra. Estábamos en silencio, a la sombra del jacarandá. Pensé en contarle sobre el temor de no reconocer el techo. Pensé en contarle sobre el sueño y Ganesh. Pensé en contarle sobre la existencia de este árbol. La miré y me miró, me miró como sabiendo del techo, Ganesh y el jacarandá.  

domingo, 30 de noviembre de 2014

Pharmakon, cuarto demonio.


Posología es una palabra que aprendí entonces. Era una palabra que se adecuaba bien a toda la relación con Celeste: debía reducir la posología de contacto con ella, reducirla lo más cercano a cero. Claro que también debía hacerlo con el modo general en cómo llevaba mis ingestas: para la posología lo más importante es la dosis, el arte de la dosis que un médico maneja. Nunca pensé la posología como una ciencia, más bien como un arte. Era el arte de las medidas. Cuando abría una caja y leía las instrucciones: POSOLOGÍA, sentía una grata sensación, una cierta complicitud me envolvía con ella. Sabía que lo que ese papel dijera era simplemente una sugerencia y no un mandato.
            Tres veces al día. Una vez, después de comida. Consulte con su médico. No mezclar con otros medicamentos. La dosis habitual es de dos cápsulas al día. Leía cada vez los documentos, de manera ritual: me sentaba al borde de la cama, tomaba un sorbo de agua, la primera caja, la abría, el papel, POSOLOGÍA, desencapsulaba una pastilla, glup. Me iba al baño mientras dejaba preparada otra cápsula para cuando terminara. En el baño ingería otra pastilla. Cuando volvía, la tercera. Eso en un comienzo. Luego las mañanas eran de cóctel: agarraba tres o cuatro cápsulas y glup. Me sentía experimentando, con mi cuerpo. Las tripas me molestaban cada vez más, sentía cómo cada cápsula erosionaba mi interior, el interior de mi cuerpo.
            Si quieres, sube la dosis. Eso me decía el médico: “si quieres”. Me provocaba risa, dejaba todo en mi poder, cuando la posología indicaba exactamente lo contrario: pregunte a su médico, mi médico me decía que si quería lo hiciera. Pero le creía, o creía que él creyera en mí: no era un suicida, jamás me vi en una situación de sobredosis como una quinceañera que intenta matarse de manera fallida para que alguien se ocupe de su triste vida. Él lo sabía. Siempre discutíamos sobre el más reciente artículo acerca de los antipsicóticos predilectos: la discusión sobre Olanzapina fue de las más extensas: él, apoyado en un artículo de reciente publicación, me decía que Olanzapina podía recetarse para un paciente razonable a fin que pudiese dormir bien; yo le respondía que era un antipsicótico, que claramente podía producir algo en un paciente no esquizo. En el fondo hablábamos de mí y mi imposibilidad de dormir antes de las cuatro de la madrugada. Tenía miedo al antipsicótico y argumentaba para que no me regalara las pastillas de muestra. Supongo que el discutir artículos indexados en cada sesión era lo que le daba confianza en mí. Por cierto, él era un psicópata: una cabeza lisa y brillante, lentes gruesos que no lograban ser vintage, pero que sí eran de otra época, un acento turco reconocible hasta por escrito, no bebía ni fumaba y se jactaba de eso. “Tómalas, tú sabes lo que haces”, me decía. Siempre me recetaba una tableta, pero me regalaba otras siete que habían sido defendidas en una universidad australiana el mes pasado, o que se encontraban en período de prueba en Oxford desde hace un par de meses. Sabía cuál era mi límite, sabía lo que yo buscaba. Ahora creo que lo que buscaba entonces era saciar el tedio.
            La posología, finalmente, pasó a ser simplemente una manifestación de mi poder: las dosis que me señalaba mi médico eran las que yo quisiera. El poder que obtuve sobre mí gracias a un set de siete cápsulas diarias me espantó, aunque supe administrar el poder: podía dormir y despertar a la hora que quisiera, podía eliminar cualquier imperfección del rostro, podía hacer crecer un poco de pelo en cualquier parte del cuerpo, podía evitar todo tipo de alergias, podía dejar de comer o abrir mi apetito, podía dominar erecciones duraderas. Incluso supe administrar cápsulas que, haciéndome mal, podían servir instrumentalmente de acuerdo a sus efectos secundarios: somníferos que aceleraban el efecto del alcohol, produciendo que gastara menos en cada noche; estimulantes sexuales que aceleraban el latido del corazón, produciendo la inquietud de alguna chiquilla y posterior explicación de un falso problema médico; antinflamatorios que funcionaban mejor que las anfetas; el Xenical me quitaba el hambre durante un par de días, lo que implicaba no gastar en comida. Supe administrar el fármaco completo: lo bueno y lo malo, todo eso que es a la vez.
            Pero una mañana decidí dejar toda posología. Lo que me gustaba de ese poder era que podía hacer lo que quisiera, podía demostrarme que mi cuerpo era mío, que yo no era mi cuerpo. Tenemos cuerpo, no somos cuerpo. Llevar la posología a cero era parte del poder. Llevar la posología a cero es la única y gran muestra de poder absoluto.

lunes, 24 de noviembre de 2014

Imago, tercer demonio.


Una sombra al otro extremo del puente. Me abrigué el rostro por la ventisca nocturna, aprovechando de taparme aún más el rostro. No quería que me reconocieran, menos en el puente. La sombra, estática, parecía estar esperándome: movió la cabeza de una manera en que podía interpretar un saludo tanto como una solicitud de ayuda. Ralenticé mi andar, a ver si se machaba antes que colisionáramos, pero no: estaba decididamente ahí, por lo que retomé mi ritmo. Ya el sol se escondía tras la cordillera y el viento nocturno se apoderaba de los escasos rostros del parque, incluido el de la sombra. A la mitad del puente, miré hacia abajo e imaginé saltar: ¿qué haría esa sombra si yo saltara inesperadamente del puente? No pensé en hacerlo realmente, pero lo imaginé. También imaginé devolverme, correr sin advertirlo, asaltarlo. Imaginé que me robaría, que me violaría, que me mataría. Imaginé que no era sino una mera sombra sin un cuerpo que la produjese.
            Ya cerca de la sombra, no podía aún distinguir su humanidad, de hecho me parecía más pequeña silueta que a lo lejos. Podía incluso haber sido la silueta de un perro grande. Imaginé a un perro así de grande. Miré hacia atrás, imaginando que en el primer extremo del puente hubiese otra sombra. No la había, pero al volver a mirar a la sombra que ya estaba a pocos pasos míos, no podía aún distinguir algo distinto de su aspecto sombrío. Quedando tres pasos para pasar a su lado, decidí no mirarlo sino de reojo. Pasé rápido a su lado, algo me susurró, pero no miré. Tres pasos lejos, mi corazón latía rápido, no sé por qué: no estaba preocupado, ni nervioso. Fueron las ansias de los tres pasos antes, del decidir cómo comportarme a su lado. De reojo noté que era una mujer, no un perro. A varios pasos de distancia, miré y seguí allí parada, como sombra, sin dejar de ser sombra: me di cuenta que no era mujer y que podía ser un perro, de nuevo. Imaginé devolverme y conversar, conversar sobre lo que imaginó de mí cuando me vio a lo lejos en el puente, contarle lo que pensé hacer ante su presencia, conversar sobre el puente y los tres suicidios que habían ocurrido el último mes. Imaginé conversar.

Desdémona, segundo demonio.


En la oscuridad, produjo un efecto de luz. La estrella tatuada en su mano cayó suavemente, con elegancia nocturna. Mientras tanto, yo intentaba recorrer presuroso todas las salas, dado mi retraso evidente. Ya todos portaban una copa y habían rondado al menos una vez las salas. Cada habitación estaba levemente iluminada, notándose aún lo blanco de los muros, pero sin poder distinguirse el color del techo.
            Una mujer sentada al borde de su cama intentando ponerse una media. Su cuerpo semidesnudo y la posición de su espalda respecto de la horizontalidad de la cama, podrían hacer dudar de si acaso se ponía o se sacaba la pantimedia. El montón de ropa acumulada en el piso daban la pista de estarse sacando la media, pues de lo contrario esa ropa no estaría o estaría encima de la cama, pensé. Un bosque bañado por la oscuridad del sol escondiéndose. Aunque, nuevamente, la cantidad de luz podría hacer parecer que es el sol recién apareciendo, por lo que la escena representaría una mañana y no un atardecer. Una estrella solitaria allá en el cielo serviría de argumento a favor de la noche. Una pareja sentada sobre un auto mirando desde un risco la inmensa luna. “No están mirando la luna”, interrumpió mi visionado, “están mirando las estrellas”. Era ella, Desdémona, apuntando con su mano tatuada el cuadro. La estrella en su mano era perfecto reflejo de la noche que miraban los amantes. Mi mirada siguió su dedo por un instante, para enseguida recorrer la ruta hasta su rostro. Me ofreció una copa.
            Bebíamos una tercera copa de espumante en la terraza del edifico, mientras adentro los aficionados seguían paseando sus copas frente a las ambiguas imágenes. Desdémona fumaba en silencio y miraba las estrellas, mientras yo no podía dejar de mirar el astro en su mano. “Es la misma”, me dijo, nuevamente apuntando al cielo con su mano tatuada. El humo cubría su rostro, cubría sus ojos. Su fina mano se movía como si estuviese bajo el agua, sin movimientos inesperados, pacífica. Podía leer hacia donde se dirigiría su mano en los próximos segundos. Parecía como si mezclara el cielo cuando lo apuntaba. “Puedo hacer caer cualquier estrella”, sonreía. Dejaba caer su mano desde la altura, simulando una estrella fugaz. Sonreía. Era un juego para ella, un acto masturbatorio para mí. Subía su mano, la miraba, la empuñaba y la dejaba caer hasta azotarla contra la baranda de la terraza. Cuando chocaba su puño, ella reía. Esa risa detrás del humo solo desaparecía para sorber un poco más de espumante.
            La invité a salir de ahí, pero se negó. “Esta estrella es fugaz”, me dijo riendo, fumando y bebiendo su último trago. Me entregó la copa. Las luces de la sala de exposición ya estaban apagadas y ella caminaba entre los cuadros. Se alejaba, aunque quizá esa era su forma de acercarse. La copa entre mis manos se deslizó hasta convertirse en una constelación de vidrio en el piso. Caminé por sobre el vidrio y me aleje, me acerqué.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Gargantúa, primer demonio.


Era una sombra a lo lejos, que caminaba desde el horizonte como un extraño errante. Una sombra en ese día soleado producía incomodidad. Nosotros, en la cima de un montículo coronado por un jacarandá, padecíamos la sombra entre breves rayos del sol. Reposábamos el banquete. A nuestro alrededor, los extensos pastos del campus, casi sin fin. Casi, porque esa sombra que se acercaba marcaba, para mí, el fin. “¿Qué más se puede pedir?”, dijo Celeste, mirando su copa. “¡Wine in the afternoon o muerte! Ese es el lema”. Los demás, desatentos, sonrieron por el lema. Miré a Celeste y me gustó por un instante. Me gusta su pelo de niño, pensé. La sombra tomaba forma: era un gordo, muy grande, abrigado y que sonaba a su andar, porque traía consigo herramientas colgando. Corrió un viento suave, pero fuerte. “Qué frío. Yo me largo. Ustedes quédense aquí con su tarde improductiva. Alguien tiene que hacer que esto funcione”, alegó Rosa. Me despedí de ella con la mano. Celeste le dijo algo, un insulto amistoso. Y Nikolai la miraba, con tristeza, porque una vez más se iban separados. El sol sobre nosotros y Nikolai mirando taciturno el trayecto que dejaba Rosa en su andar. Cuando ella hubo desaparecido en el horizonte, o más allá, Nikolai sirvió una nueva ronda de vino.
            El andar del demonio era lento, pero continuo. Llegaría en algún momento y lo más pronto que pudiera, pues iba en línea recta. El calor del sol no lo afectaba, sino la luz. Yo esperaba con ansias la llegada del errante, aunque también barajaba la opción de pararme e irme antes que llegara. “Gargantúa”, exclamó Celeste. “Llegará Gargantúa y nos quedaremos aquí toda la tarde. Empezaré a irme”. Ante mi sorpresa, ambos ya habían notado la venida del demonio y estaban prestos a  irse. Habían terminado su última copa, antes que yo diera el primer sorbo. De pronto me vi solo, mirando cómo mis amigos se alejaban y desaparecían tras el horizonte, línea que me pareció idéntica a un ojo cerrado. Los párpados que son el cielo y la tierra, me dije, y cuando terminé de decirlo, me vi rodeado de sombra. Gargantúa había llegado y se sentó a mi lado.
            Contrario a la intuición, Gargantúa no era desagradable a la compañía. Olía bien y sus conversaciones entretenían. Se sirvió el vino restante en la botella abierta y abrió otra. Yo no bebí más, pero estuve escuchándole toda la tarde. Cayó el sol y seguíamos bajo el jacarandá. Gargantúa sacó comida de su saco y comimos, pues desde el almuerzo ya habían pasado varias horas. De pronto, un vino tinto para esperar la noche, que la luna ya empezaba a iluminar. No tomé en cuenta lo que me contaba, solo pensaba en mí y en qué pasaría si Celeste llegara. Un viento frío corrió y Gargantúa dijo un chiste a propósito. Fue muy gracioso, me reí menos que la gracia que me causó. Pero debía irme, pasé toda la tarde bajo el árbol.
Tomé mis libros en gesto de despedida, pero en un parpadeo noté que Gargantúa ya iba lejos, por el mismo camino por el que llegó, ahora iluminado por la luna. Decidí quedarme ahí, solo bajo el árbol y la luna. No tenía sentido retirarme sin espectadores.

domingo, 16 de noviembre de 2014

Sombra.


No toda luz da sombra. Pero la que nos atrae es aquella que está íntimamente ligada a la sombra. La luz divina no produce sombra: no hay lugar que quede libre de su fulgor. La luz humana, la del fuego, produce sombras. Las mismas sombras que animaban las cavernas, las sombras que también son el cine.
            Es la oscuridad la que nos abraza, nunca la luz. Los refugios son siempre en las sombras. Nos ocultamos bajo la oscuridad de las sábanas para evitar el contacto con los monstruos nocturnos, pero también para acelerar el contacto con otras piernas. De esa oscuridad, que no es más que una superposición de sombras, surge la complicitud. Los cómplices poseen un refugio en las sombras. Los cómplices se ríen desde la oscuridad. Los cómplices sellan sus pactos con un beso, un ósculo. La complicitud es un refugio.
Ese refugio, oscuro, es el que está en la base de todo el pop melodramático latinoamericano. Una oscuridad que se ríe, pero que mira seriamente. Hay algo en esa sombra que la hace profundamente humana: su cercanía con la luz, con esa luz que produce sombras.

Fármaco géminis.


El antídoto y el veneno, al mismo tiempo, es un fármaco. Es lo que contiene lo que nos mata y lo que nos cura, en cierta medida. La medida es lo que importa. Nos interesa el fármaco porque nos lo ofrece todo: la vida y la muerte, en mínimas cantidades. Nos ofrece muerte, y eso nos interesa. El fármaco nos mata y se mata: abre un espacio entre nosotros y la muerte. Uno puede matarse con fármacos, con los mismos que te salvarían.
           Hay fármacos de todo tipo y colores, para los más diversos pesares. Hay algunos que son géminis, por ejemplo.

Plantas.


Siempre encontraba billetes, eso me llamaba la atención. ¿Por qué le ponían billetes? Supuestamente, el dólar es una planta que reproduce la plata, que la multiplica. Entonces, cuando disponía en lugares estratégicos mis soldados de plástico en el complejo jardín, uno de los puntos neurálgicos era el dólar: defenderlo implicaba defender las reservas económicas que poseíamos, o que habíamos ganado. Cada día, revisaba la seguridad de los billetes que escondía la planta. Aunque lo valioso no eran solamente los billetes: había llegado a un grado en que distinguir las hojas de la planta con el papel de los billetes era imposible. Defendía el dólar, en todo su campo semántico.
            Una tarde de siesta, sin embargo, fue interrumpida: un sonido continuo de agua me hizo pensar en una cascada, en el viento fresco de la tarde. Miré el techo y el color de la luz era de ese que no supe, por un segundo, si acaso era muy temprano o muy tarde. Pensé en los soldados y conecté: estaban regando el jardín. Los soldados, el dólar. Me apresuré y fui al dólar: los soldados desparramados en el barro producido por el riego, derrotados. Algunos caídos, otros bajo el barro, los más desaparecidos. Ninguno protegía al dólar: los billetes eran una masa de tierra, agua y papel verde que se confundía con las hojas de la planta.
            Mi primera impresión fue de fracaso, al no poder defender el dinero. Luego miré el asunto como símbolo: el dinero se confundió con la planta, finalmente no habría diferencia entre los billetes y la planta.
            No volví a proteger esa planta, que terminó por marchitarse al sol.

lunes, 10 de noviembre de 2014

Obituario.


Mary Hansen, vocalista de la banda marxista Stereolab, murió atropellada por un camión mientras andaba en bicicleta. Roland Barthes, ensayista y semiólogo francés, murió atropellado por una furgoneta al salir de la universidad tras impartir clases. Theo Angelopoulos, cineasta griego, murió atropellado por una motocicleta de policía mientras filmaba su última obra.
            Hay quienes mueren atropellados, hay quienes mueren ahorcados: Ian Curtis, vocalista de la banda Joy Division, se colgó mientras sonaba un disco de Iggy Pop. Selma, del filme Dancer in the dark (Lars von Trier, 2000), moriría ahorcada por ser injustamente acusada de robo. Oscar Wilde, escritor irlandés, en su estadía en la cárcel de Reading, describiría a un colgado que miraba desde su celda: sus pies patinaban en el aire.
            Están los que mueren crucificados: Espartaco, esclavo insurrecto, fue crucificado tras ser obligado a dar muerte a su mejor amigo. Jesús de Nazaret, profeta, fue crucificado, muerto y sepultado. Pedro, apóstol de Jesús, fue crucificado de cabeza, por no considerarse digno del mismo sacrificio que su maestro.
            Juana de Arco, líder de guerra francesa, murió en la hoguera, tras ser juzgada como demente y hereje. Hija de perra, performista chilena, murió a causa del VIH tras intentar curarse con chamanes en lugar de recibir tratamientos médicos durante un año. Sócrates, filósofo griego, fue obligado a morir con cicuta tras ser condenado por la corrupción de los jóvenes y la adoración de dioses extranjeros. Virginia Woolf, escritora inglesa, llenó sus bolsillos con piedras y se arrojó al río Ouse, tras escribir una carta en que relataba su insoportable trastorno bipolar. Todos estos, castigos de Dios.
            Pier Paolo Pasolini, cineasta y militante del Partido Comunista Italiano, murió por causas aún desconocidas.

Sagittarius.


Es de común acuerdo que Sagitario es un centauro. Eratóstenes, sin embargo, no estaba de acuerdo con eso: sostenía que la constelación figuraba no al ser mitológico que es mitad caballo y mitad hombre, sino a un sátiro. En especial, al sátiro Croto, quien vivía en el monte Helicón acompañado de las musas. Los sátiros eran quienes manejaban el arte del arco y la flecha, no los centauros, sostenía Eratóstenes en el siglo V. De hecho, era Croto quien había inventado el arco y la flecha, convirtiéndose en alguien importante a ojos de las divinidades. Recordemos que Artemisa, diosa de la caza, utilizaba las armas inventadas por Croto. Así, para cuando el sátiro murió, las musas con quien vivía, solicitaron a Zeus que lo colocara entre los astros por su destacada vida en la comunidad.
            Zeus concedió la petición de las musas y en su ascenso, Croto daría lugar a su último invento, de mano de las musas: el aplauso.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Barajar.


Los bastos son ramas. Ramas pesadas, cortadas de un árbol aún vivo. Son pesos, cargas, pero también armas. Las espadas son armas también, pero sirven tanto de ataque como de defensa. Las espadas, a diferencia de los bastos, son frías como el hielo, pues no tienen sangre dentro de sí, sino por fuera. Las monedas también son frías, aunque más valiosas que las espadas. Las monedas brillan, como las espadas, sin embargo el brillo de las espadas nos ciega durante la batalla, en cambio la de las monedas nos ciega ante cualquiera decisión. Las monedas se ganan, ya sea como remuneración o como botín: son un logro. Las copas no brillan, son opacas como los bastos. Pueden tener sangre, como las espadas. Las copas se ofrecen: ¿te ofrezco una copa? Pueden contener vino, agua o estar vacías. Las copas se quiebran, como los corazones. 

martes, 4 de noviembre de 2014

Scopaesthesia.


La scopaesthesia es la habilidad de sentir en el cuerpo la mirada ajena. Eso que se representa como una sensación mística, parece que es algo mucho más material: un científico a comienzos del siglo XX intentó descifrar este mito y hacerlo algo serio. Ponía a una persona en el medio de una plaza rodeada por cuatro torres, y en una torre ponía a un observador. El observado no sabía desde cuál torre lo miraban, debiendo decir desde cuál sentía una mirada. El experimento fue un fracaso, no logrando demostrar cosa alguna.
Sin embargo, algo hay en la mirada. En ese frío que baja a voluntad del ojo ajeno por la espalda. La fuerza de la mirada es la que intimida: no por nada Dios es representado con un ojo y la amenaza que nos hace es que “nos mira”. La culpa es el peso de una mirada en la espalda. La manera de seducir es mirando. Los mentirosos no miran a los ojos. Los criminales son vendados. Confiamos en alguien “ciegamente”. Mirar pornografía es inmoral. La posición del misionero es revolucionaria porque los humanos se pueden mirar durante el sexo. “No tengáis miedo de mirarlo a Él”.
Sentir una mirada. Eso sucede. Sentimos miradas y miramos intentando que otro la sienta. Pienso en ese experimento de llamar con la mirada: mirar intencionalmente la espalda de alguien para que se voltee. Me ha resultado. Como también pienso en las veces en que me he dado vuelta y alguien me mira. También pienso en los ciegos: ¿puede mirar un ciego? Pero más me complica el hecho que hay miradas que no son de ciegos, pero que son miradas ciegas, o miradas no correspondidas.
La mirada de la seducción, por ejemplo, requiere de correspondencia, pero no solo correspondencia. La mirada de la seducción es la mirada de la scopaesthesia por excelencia: es la mirada que uno da en el rostro de otro, a fin de hacerlo sentir esa mirada. Mirarla a la cara, para que sienta.

Sin tocar.


Mover cosas sin tocarlas. No lo creía, hasta que lo hice. Con esa experiencia temprana, no tuve criterios para no sorprenderme con cualquier cosa que me propusieran. Pude creer eso, porque lo hice: mi tío, un pinochetista acérrimo, un nazi blando y un místico escéptico, me contaba de sus experiencias de desdoblamiento, de su escape de la matanza del seguro obrero, de la masonería, de los casos de alienígenas durante la dictadura, de Kafka. “Tú puedes mover este lápiz sin tocarlo”, me dijo un domingo mientras revisaba si se había ganado el Loto. Esa tarde, junto con un billete, me dejó un pedazo de papel metálico que debía poner sobre una aguja clavada en una goma. “Hazla girar”. Lo intenté durante toda la semana, para mostrarle el domingo mi hazaña. Mientras practicaba, me imaginaba energía que salía de mis flacos brazos, que tocaba el papel y que lo movía. Me lo imaginaba, pero eso no pasaba ante mis ojos. Pasé horas concentrado mirando ese pedazo de papel, hasta que se movió y empezó a girar de manera continua. Mi gozo fue inmenso. Lo esperé el domingo, con mi hazaña escrita (cada domingo, debía tenerle escrito un “libro”). “Lo movió el viento. Sabrás que lo moviste tú cuando esté girando para un lado y decidas que vaya para el otro”. Mi tristeza por no hacerlo bien, derivó en desafío: dediqué el doble de esfuerzo para asegurarme que el movimiento fuera producido por mí, no por otro factor. Me encerré, tapé todas las posibles corrientes de aire de mi pieza, mientras lo hacía guardaba la respiración. Lo logré: mientras giraba la rueda de papel hacia la derecha, le di la orden que lo hiciera hacia la izquierda, y sin explicación cambió de dirección. O sea: la explicación era mi deseo. Lo logré y se lo relaté a mi tío. Me dijo que le pusiera un vaso encima, para estar seguro que no fue el viento. No sé si él sabía lo que pasaría, pero ahora me doy cuenta que fue lo que debía ocurrir: el vaso se rompió.
            Nunca  más volví a intentarlo, por el cansancio que me producía el ejercicio. Pero recuerdo esas horas mirando un pedazo de papel y creo que algo de esas destrezas quedan. Durante una feria de libros usados, paseaba por los mesones: un libro de mi tío. Intenté moverlo, sin tocarlo, riéndome un poco de la telekinesis: “Este tipo sobrevivió a la matanza del seguro obrero”, me dijo la chica que atendía, mientras levantaba el libro. “Hago mi tesis sobre él”. Me reí.

lunes, 3 de noviembre de 2014

La mirada del tiempo.


Me senté arriba, vista parcial. Lo importante era escuchar, aunque la parcialidad de mi vista permitía conformar la imagen perfecta: frente a mí, una hoja de acanto de concreto. Los edificios clásicos de tres pisos que tienen columnas representan, mediante sus capiteles, los tres períodos de la arquitectura griega clásica: la simpleza dórica, la fortaleza jónica y la elegancia corintia. Los primeros capiteles, los del primer piso, son de cortes diagonales simples, como los de un cono; los del segundo nivel tienen el espiral, figura matemática clásica de la perfección; en el tercer nivel, la ornamentación de la naturaleza es el ideal, representado por la hoja de acanto. Esta última era mi vista parcial para escuchar sonidos muertos, casi como ver la luz de una estrella.
            Expertos en historia, arqueología y musicología habían recreado los instrumentos que los griegos habrían utilizado para producir música en su época. Las obras que presentaron fueron las producciones posibles con esos instrumentos, es decir simple imaginación: un pensamiento radicalmente aleatorio. Todo eso pudo ocurrir, o no. Sin información cierta ni testimonios claros, todo era un invento improbable.
            Mirar la hoja de acanto al son de los hipotéticos ritmos antiguos, convertía mi mirada en cine: una mentira que atentaba contra la verdad consensuada de la música y de la imagen. Un atentado contra nuestra lectura del pasado. No eran actores hablando inglés sobre ir en búsqueda de Helena a Troya, sino que una imagen, que me hacía pensar en el pasado, en mirar la hoja de acanto de un tiempo que ya se apagó, pero que retorna en forma de milagro. Eso es el cine: el milagro de la imagen ajena, el milagro de un tiempo distinto del nuestro.

Leer las estrellas.


Lo que vemos de las estrellas es su luz. Aunque una estrella esté muerta, el viaje de su luz tarda tanto en llegar a nuestros ojos, que nos da una imagen aparente: las estrellas parecen estar vivas, aunque su luz ya no sea propia y sea solo parte de un largo viaje. Una estrella fugaz es una estrella que cae, que está muriendo, aunque técnicamente es una estrella que ya murió hace mucho: una caída que ocurrió hace mucho, pero que vemos hoy. Podríamos pensar que todas las estrellas están muertas, que ya cayeron, que ya no quedan estrellas en el cielo: solo luz.
            Las constelaciones son de luz y mirarlas es casi como mirar el pasado. Mirar constelaciones es como leer: leer es una actividad hacia el pasado, un diálogo con algo dicho en otra época, por alguien que quizá ya murió, o al menos el que pensaba eso ya no es el mismo. Mirar las estrellas también es leer las estrellas: eso es la astrología.
            Cuando leo textos que he escrito, se produce esa extraña sensación de conversar conmigo mismo, pero sin ser yo mismo. Una especie de máquina del tiempo, que es excitante: cuando leo, funciono como consejero de mí mismo. Cómo pude haberme atrevido a escribir eso, a pensar esto otro, a decir tal cosa a tal persona; cómo pude haberme puesto a escribir: una constante pregunta por la causa de la escritura. Un diálogo acerca de lo soñado y lo logrado, un diálogo de incertidumbre al fin: ninguno de los dos sabemos qué será del futuro, que al parecer no existe. Sin saber si la estrella habrá caído, sin saber si seguirá en el firmamento.
            Lo divertido, sin embargo, es precisamente eso: reencontrarse con los mismos obstáculos y predecir los que vendrán. Eso es la lectura: un excavar para recrear las circunstancias. Así es como ahora Pixies volvió a ser banda sonora: las mismas canciones marcando distintos tiempos, para una estrella distinta. Pixies es como una estrella, o más bien como su luz.

domingo, 2 de noviembre de 2014

Escribir siempre es volver a escribir, como una estrella que cae y vuelve a caer.


Y vuelve. Escribir siempre vuelve, de formas distintas, pero vuelve. Por ejemplo, la primera vez que volvió en mi vida fue en forma de cartas de amor: la regla es que las cartas de amor se devuelven o se responden. Un fracaso, todas devueltas. La segunda vez fue en forma de ciencia: escribir artículos especializados requiere torturar tus dedos, hacerlos sentir que la sangre fluye por ellos de manera precaria: en cualquier momento puede dejar de fluir, y eso depende de qué tan caliente sea la sangre. Hay que tener sangre fría para escribir la verdad. La tercera vez volvió en forma de libro, el libro que habla con los demás libros. La idea de escribir un libro siempre fue mi sueño y hoy lo veo ahí, en mi vientre escritural, presto a ver la luz. Tres veces, al menos, el volver.
            Pero se vuelve de un lugar. Mi lugar es el blog, el blog es el firmamento del cual caen todas las estrellas. Es el cielo que da a luz las estrellas fugaces, las cuales son pura luz: una estrella fugaz cayendo siempre la imaginamos idealizada, con cinco puntas y una estela colorida. Pero son menos glamourosas que eso y sobre todo, más inesperadas. Una estrella fugaz te apuñala en el pecho y te inmoviliza, sin saber si pedir un deseo o avisar a quien esté al lado. Una estrella fugaz cae, sin avisar. Una estrella fugaz es un milagro, es un momento, es una imagen: es una luz caída del cielo. Eso son los textos: aparecen, milagrosamente, como la luz de una estrella fugaz. Pueden caer donde sea, tanto en las manos de la amada, como en la revista indexada a tono; puede ser en el escaparate de una librería, puede ser en la pantalla negra de cualquier lector.
            Lo importante es tener en cuenta que los textos caen desde el cielo, pero caen a la tierra. Caen en la tierra sin quedarse ahí: vuelven a la constelación y caen, una vez más.