Ambos pensaban en lo mismo. Si hubiesen tenido
dotes telepáticos, se hubiesen impresionado, la sorpresa sin dudas los hubiese
hecho reír. Mirando el jacarandá, ambos pensaron en la oscuridad que lo
envolvía: “De noche, pierde su magia”, se dijo cada uno, por separado, en
silencio. Sin embargo, se miraron tras decirlo: como si se hubiesen escuchado.
De hecho, cada uno intuyó que el otro pensó lo mismo, y se alegraron por
separado.
El
jacarandá era una sombra, una excepción a las breves luces que sobrevivían en
la noche. El jacarandá era la sombra de un jacarandá, era una silueta. Las
luces no iluminaban todo, producían sombra. Ellos tampoco eran ellos: también
eran sombras, tan sombrías como el árbol. De hecho, no se miraban: intuían
mirarse. Sabían el espacio de oscuridad que el otro ocupaba. La oscuridad era
la habitación en la que estaban.
Durante
la noche, cambiaron de posición. Seguía oscuro. Ahora miraban la muralla que,
iluminada por las excepcionales luces, proyectaba las ramas del jacarandá.
Parecía una proyección cinematográfica: la danza del árbol, el jacarandá y la
noche. Las ramas iluminaban con oscuridad la muralla blanca. Capturados por la
experiencia, no se miraron, aunque sabiendo que el otro estaba al lado.
Tapados
por la sábana, solo se veían luces repentinamente: la se iluminaba y los
rostros mutuos parecían intermitentemente. Ambos pensaron que el rostro del
otro era, de alguna manera, el jacarandá. Los roces aleatorios entre una mano y
otra, entre una pierna y un brazo, convertían la situación en un juego sin
reglas: sin ganadores, sin estrategias.
Una
manta negra cubría ambas cabezas. Un abrazo unía ambas sombras, las unía a su
vez con la sombra que lo iluminaba todo. La sombra, ahora, era la de una manta
y de un árbol. La forma se perdía, siempre se pierde la forma y eso es lo
correcto: una noche no tiene forma, una noche no tiene horizonte: nunca hay día
tras la noche, nunca hay luz tras la sombra, nunca hay uno tras dos.