lunes, 26 de octubre de 2015

Cáncer.

Mi mamá me contaba que tenía cáncer. De eso se trataba el sueño. Fue un sueño recurrente durante todo el mes de julio, que es el mes de su cumpleaños: ella es cáncer. Le contaba que lloraba a mares ante la noticia, que me sentía un niño y que ella me cobijaba. Al contarle el sueño, reproducía lo que sentía al enterarme de su cáncer. Ella no tiene cáncer, de hecho nunca ha padecido alguna enfermedad de gravedad. Yo tampoco. Ambos tenemos una distancia cierta a las enfermedades, a la muerte, en definitiva. Por eso es que el cáncer siempre se me presentó como una cuestión divina: aparece un día, todos lo tenemos, todo lo provoca. Mi abuela, su madre, tuvo un cáncer, lo venció. Pienso en ese relato como un sueño: jamás vi a mi abuela con cáncer, yo no nacía. El sueño en que mi mamá me contaba que tenía cáncer, sin embargo, no era una pesadilla: al despertar, cada vez sentía un cierto fortalecimiento de mis pasos, me localizaba en el mundo, estaba consciente de mi sombra.
          Los sueños los padecía durante la tarde, eran sueños de siesta. Para quien duerme siesta, comprende que el sueño de siesta es especial: se presenta en un contexto narrativo difícil de diferenciar de la realidad, se filtran vistazos a la luz del día, se subentiende estar tendido en una cama. Por eso, contar un sueño de siesta es como contar una vivencia, es recurrir a la memoria antes que a la imaginación: contar un sueño de siesta es un intento riesgoso y delicado de separar  lo vivido de lo soñado. Le contaba a mi mamá que ella tenía cáncer, o que me contaba que tenía cáncer, en una especie de mundo paralelo en que eso era cierto.
          Estábamos sentados y tú me decías que tenías algo que contarme. Que tienes cáncer. Yo me largaba a llorar, sin poder decirte nada y me sentía mal, porque era el momento preciso en que debería ser fuerte y decirte que todo va a pasar. En cambio, me acurrucabas entre tus brazos y me decías que no era algo tan grave. Yo te respondía que sí era grave, que era cáncer, que la gente se muere de eso. Sentía que al relatarle esto, tomaba la misma postura que cuando, en el sueño, yo lloraba y ella me acurrucaba. De hecho, la situación era la misma, sólo cambiando el contenido de la conversación.
          El mundo del sueño era ficticio, era una mentira, pero era tan mentira como el hecho que le contaba a mi mamá: pude nunca haber soñado tal cosa, pero ella me creía y me abrazaba, como en ese sueño que quizá nunca ocurrió y que se filtró como un desorden de luz vespertina.