jueves, 10 de mayo de 2018

VHS


Lo había leído, pero me volvió a aparecer la noticia del fin de la producción masiva de VHS por la última empresa japonesa que lo hacía. En 2016 se terminó de meter en esas cajitas de plástico un rollo virgen en el cual poder grabar una película, un programa y sus comerciales respectivos. La noticia decía que ya no era rentable, pero mientras la leía, algo me producía esa incomodidad que aparece cuando sabemos que estamos recibiendo una pésima noticia, pero sólo nos queda la indiferencia como respuesta ante atroz suceso. No es que se acabe mi vida, pero sí es muy parecido a un desprecio. Aunque más que un desprecio, es una sensación parecida a que alguien te diga: “Bájate, eso ya terminó”. Me sentí como cuando tenía unos diez años y era rey feo con una niña reina que me gustaba, pero con la que sólo podría estar en calidad de reyes del pequeño imperio del colegio. Esa fiesta era terrible porque sabía que debía terminar, a pesar que fuéramos los reyes liderando cada juego. Una fiesta terrible es la que sabemos que va a terminar, es decir todas, porque si una fiesta fuera interminable ya no sería una fiesta, sino que sería el paraíso. O el comunismo.
          El fin de los VHS me hizo recordar mi estrecha relación con el ayudante más fiel de mis cajas idiotas. Con mi hermano, llegamos a tener más de 40 ejemplares llenos con las mejores temporadas de Los Simpson; en mi colección personal estaban los mejores eventos de lucha de la WWF y algunos capítulos destacados de Pokémon. Logré aprenderme diálogos de memoria gracias a la facultad de poder ver, rebobinar y repetir incesantemente cada episodio, hasta que ya no hubiese más que hacer. Cajas y cajas de VHS que, calculando, costaban una fortuna de entonces: costaban $990 los cassettes vírgenes, los cuales había que hacer rendir, porque una grabación de calidad permitía sólo dos horas por cassette, mientras que en calidad baja nos permitía grabar más de 6 horas, el equivalente a casi 18 capítulos de Los Simpson, o un evento completo de la WWF.
          Un VHS fue mi primer acercamiento al porno, una vez que a mi hermano se le quedó entre nuestros recurrentes un regalo que un amigo le había hecho. Yo era muy chico como para masturbarme, pero recuerdo haber puesto el vídeo por equivocación y ver en pantalla máxima un hombre depilado, desnudo sobre una cama de terciopelo rojo, mientras el largo brazo de una rubia lo empalmaba de arriba a abajo, una y otra vez, gimiendo y provocando un orgasmo sobreactuado a ambos. Mi hermano me interrumpió, pero con la complicidad de haberme hecho un favor que no necesitaba.
          También fue un VHS mi acercamiento al cine. Ir con mi tío y mi hermano a los videoclubes vecinales era toda una odisea. Elegir y arrendar, para ver y devolver, era una práctica cercana al comunismo. Todas esas cajas que adornaban los muros de un lugar que podía haber servido de casa o de panadería, era como un paraíso innecesario, era como estar dentro de Netflix. Ver todas esas carátulas e imaginar el contenido de la película era una forma de ver dos veces las películas. Muchas de esas carátulas me persiguen hasta hoy, y muchas aún me representan un completo enigma. Todas esas Máscaras de la muerte, prohibidas en 22 países y sumando, siempre me llamaron mucho la atención, hasta que una vez mi hermano me mostró una: muertes reales, grabadas; una manada de perros devorándose a un niño; un desactivador de bombas con un mal día; una mujer borracha decapitada por un yate; un desafortunado cazador de osos. La naranja mecánica era una portada que siempre me cautivó, principalmente porque la encontraba en la sección “adultos”, siendo que me parecía una carátula tan divertida. Hasta que la vi y me enamoré del cine. Muchas otras son carátulas porno, de las que ahora me doy cuenta, recuerdo mucho las de Tinto Brass, Carla o Monella. También los animé, como Evangelion o Samurái X, cuya manera de llegar a Occidente era por la vía corrupta de unos VHS de mala calidad. Me deslumbré el día en que vimos una película de Ranma 1/2, que contenía muchos más desnudos que los que ya había en la tele pública.
          Recuerdo con cariño que cada noche de brujas, arrendábamos tres películas de terror, para hacer ambiente. Luego de terminarlas, era tan difícil devolverse a nuestras respectivas piezas, que lo hacíamos corriendo y gritando, a fin de hacer espacio en la oscuridad llena de los muertos que acordonaban nuestra memoria reciente. Recuerdo que así vimos El cubo y El juego del miedo. La primera, un cubo gigante que se convertía en un laberinto asesino; la segunda, una de las más brillantes obras maestras del terror, que contaba la historia de un asesino serial que proponía juegos mortales a personas que habían cometido graves errores morales. Tanto el cubo como el asesino en serie, eso sí, escondían un alto nivel de reproche moral corrector que, de una u otra forma, modelaría mi propio interés por ser un sancionador exigente.
          Una tarde mi hermano llegó de la universidad con una joya: un ejemplar pirata de El señor de los anillos. No conocía la obra de Tolkien ni mucho menos, pero sabíamos que esto era grande. Vimos La comunidad del anillo, y la grabación era tan mala que todo se veía en azul. Nos pareció un fiasco tan grande que cuando la anunciaron en los cines, meses después, nos parecía una exageración el revuelo. De hecho no la vimos, sólo lo hicimos mucho después, una vez que vimos la segunda parte, Las dos torres, en el cine y quedamos flipando.
          También teníamos un VHS de mi primera comunión, un evento católico del que reniego hasta hoy con un profundo ateísmo, pero que nos sirvió durante mucho tiempo para reírnos de lo estúpido del rito. También teníamos unos documentales sobre Hitler que pertenecían a un tío neo-nazi cuya predilección por el líder del bigote no era secreta. Sobre uno de esos VHS grabé el concierto que Franz Ferdinand dio en el Festival de Viña, un suceso paranormal para comienzos de los dosmil: una banda indie tocando en tele abierta. Luego sucedió Morrissey, pero a ese no lo grabé. Ambos conciertos los veo a veces por YouTube, pero siento que algo les falta.

miércoles, 14 de febrero de 2018

Ave del paraíso

Es común amanecer y encontrarme con un patio gris, cubierto por las plumas de una desafortunada que vino a caer en las garras de Antígona. A veces, incluso, entre sueño logro capturar algunos de los gritos inútiles de auxilio de esas víctimas naturales, pero nada hago porque, de una manera perversa y oscura, Antígona cumple con unos de mis mayores deseos. Recuerdo esas mañanas, hijas de noches sin dormir, que no hacen más que cargar moralmente la espalda de quienes no seguimos la ruta de los rectos: al volver de un carrete, mirando a todos esos para los cuales el día empieza con el ánimo de un obrero secuestrado, sentía todo el peso de la mirada del mundo, de ese mundo que juzga las fiestas y castiga el ocio; todas esas miradas, siempre, eran coronadas por el himno de las pajaritas cuyo idioma no me interesaría jamás en aprender. Entonces, que Antígona castigue a esas parlanchinas crías de la opresión un deseo realizado, es como la fantasía de toda víctima que sueña con torturar a su torturador. Sentir morir a esos pájaros me hace acurrucarme feliz en un sueño despiadado.
          Sin embargo, esta vez la imagen era otra, era terrible: al salir vi el patio teñido, pero no por el gris; todo era verde, un verde paraíso. Pensé que, esta primera mirada del día, estaba alterada por algún efecto de luz o algún defecto de mi vista aún somnolienta. Pero no: ahí estaba Antígona, con el hocico untado en sangre ajena y unas cuantas plumas, verdes. Me acerqué a revisar, y no sólo eran plumas de color distinto al gris, había plumas de colores nuevos para mí y un poco ficticios: amarillos atardecer, rosados leche, azules como la camiseta del Inter de Milán, rojos teñidos por la sangre del conflicto, dorados y algunas plumas cuyo color mutaba a cada mirada, como si de un arcoíris temporal se tratara. Esas plumas de muchos colores y tamaños, me hicieron pensar en lo peor. 
          Había leído alguna vez que la muerte de ciertas aves traía los peores males a sus victimarios, lo leí en los relatos de algún europeo que, durante el siglo XVI llegó a las américas con el afán de cazar a los animales nuevos y mostrarlos en el viejo mundo. Mataba despiadadamente lo que fuera, cargando los cadáveres en sacos transportados por indígenas esclavizados mientras andaba por paisajes selváticos. Contaba que, incluso, llevaba algunos indígenas de menor tamaño entre sus ejemplares. Una tarde, secundado por sus transportistas, el cazador dio una flecha limpia en la cabeza de una ave larga, una ave de múltiples colores, cuyas plumas variaban de color según la luz. Los indígenas intentaban decirle algo, antes de salir corriendo, pero el cazador no se inmutó y fue por el cuerpo sin vida del ave, momento en el cual los cadáveres de panteras, jabalíes, pájaros y serpientes cobraron vida por última vez para vengarse de su asesino.
          Así me sentía, mientras Antígona jugueteaba con la cabeza del ave del paraíso descuartizado en mi patio.

sábado, 10 de febrero de 2018

6

Estrella distante de Roberto Bolaño es un libro muy presente en mi día a día. Es un libro que me he comprado unas 7 veces, porque me parece un perfecto regalo para quienes he tenido el placer de conversar sobre arte. Desde que lo leí, su capítulo 6 me parece un objeto de perfecto acomodo para comenzar a conversar sobre los límites entre arte y moral, entre transición y dictadura, entre Chile y otra cosa, entre civiles y militares, entre poetas y escritores. Me parece un escrito, ese capítulo 6, fundamental. Tanto así que suelo recurrir a él para decir cosas. No recuerdo muy bien el resto del libro, particularmente ese capítulo. Es por eso que regalo el libro y me quedo con el puesto vacío en mi biblioteca. Cada cierto tiempo pienso que es un libro, o un capítulo, especialmente cinematográfico, tanto así que ya llevo algunos años trabajando en un guión e imaginando cómo sería llevarlo a cabo con un amigo. He logrado imponer la idea de sólo filmar ese capítulo, porque el resto del libro es más bien literario, no cinematográfico con el 6. Camino a casa de ese amigo hay un puesto que vende libros y algunos son evidentemente falsos. El puesto de libros me llamó por mucho tiempo la atención ya que en su escaparate, en un lugar privilegiado, exhibía sus alas nada más y nada menos que Estrella distante. Ese ejemplar azul marino con el rostro de un águila calva en un cuadrado centrado que imprimió la editorial Anagrama. En períodos en que contaba con mi ejemplar (original) me reía de aquella copia (falsa), pero en el período contrario, de ausencia del libro en mi biblioteca, pensaba en adquirir el falso (a menos de un tercio del precio del original). Pensaba que sería divertido tener el falso, por una parte porque sería el único libro falso en mi biblioteca, y por otra porque no podría regalarlo, siendo ese el ejemplar definitivo.
          Esta tarde, tras muchos años, me acerqué al puesto y pagué a la vendedora el módico precio. Ahora en mi casa lo abro y me fijo que, digno de Bolaño o no, el libro no trae el capítulo 6. están el 5 y el 7, y todo el resto del libro, con excepción del capítulo 6.

viernes, 9 de febrero de 2018

90s - Ser feliz cuando no llueve

A
Lo queramos o no, lo busquemos o no, llega ese momento en que uno ve envejecer a su madre y recuerda con alegría la primera década en la que acumuló memorias. En lo particular, mi primera década es la última antes del milenio, un mundo lleno de imágenes poco nítidas que con el pasar de los años se harían cada vez más claras hasta que todo se volviera tan aburrido como predecible. Me gusta mirar esos VHS con programas grabados desde la tele, donde los luchadores que hoy aparecen como leyendas eran los jóvenes cuyos rostros adornaban la mayoría de las poleras del barrio, o donde jugar a la pelota en la calle al ritmo de los autos que suspendieran el partido era una posibilidad real, o donde pasar una tarde completa jugando Super Nintendo era lo máximo que se podría desear. Tengo esos recuerdos, de grabar Los Simpsons y decidir si borrar un capítulo valía la pena por aquel que iban a dar en la noche (porque $990 no era un valor que pudiéramos pagar como si nada por un VHS virgen); de elegir ser siempre Italia y jugar contra mi hermano (Holanda) una clásica tanda de penales; de azotar el joystick contra el suelo por no poder superar esa etapa del Donkey Kong. Recuerdo obligar a mi hermano a jugar cartas Pokémon y pedirle que me llevara a los torneos, en los que sería humillado por jugadores que me triplicaban en edad. Recuerdo esas tardes de calor seco que se mojaba sólo con las bombitas de agua que no se reventaban contra la carne expuesta de dos niños, ese plástico que se dilataba a la par del dolor del pecho. Mientras tanto sonaba 4 Non Blonde en la radio de mi hermana, una banda que siempre olvidaré su nombre, pero lo recordaré luego. Esos recuerdos no son esencialmente buenos, sino neutros, no son particularmente felices: simplemente son el paisaje de todas esas tardes, que son las mismas tardes que ahora, pero sin el peso de saber que todo eso es como una foto en movimiento que enrolla ese extraño espacio que hay entre los recuerdos y el corazón.

B

Mirando desde ahora, vivíamos en un jardín delicioso: dos árboles se daban las manos por sobre nuestras cabezas y fuertes pilares sostenían la terraza que nos salvaba del sol. El tiempo no existían, por lo que el aburrimiento era la principal fuente de movimiento de nuestros cuerpos. Un verano particularmente productivo, en que el aburrimiento fue el déspota tirano de nuestra imaginación y la TV fue el peor aliado que pudimos conseguir, inventamos cientos de juegos: si mirábamos los árboles que se daban la mano por sobre nuestras cabezas desde cierto ángulo, bien podía convertirse en una red de voleibol; así también, cuando mirábamos desde doce pasos esos pilares celestes, claramente formaban un arco de fútbol. Unas sillas de madera podrían proporcionar la madera para construir armas y usarlas en el marco de una coreografía estilo Gladiadores Americanos; billetes falsos (pero muy realistas) que tuve que imprimir para el colegio, eran el perfecto insumo para bromear a los vecinos que pasaran por fuera de nuestra casa.
          Una tarde tomamos unos de esos billetes y los dejamos en la entrada, tan distantes como un brazo extendido, todo hiperprotegido por el Lucky, nuestro feroz pastor alemán. Desde lejos, desde la casa, mirábamos los billetes y cómo los vecinos que se percataban los deseaban como Homero a la Venus de Milo. Sin esperar nada, mirábamos por horas esos billetes. Los pájaros se posaban en el limonero del jardín y nuestro perro iba de un lado a otro acompañando a cada quien pasaba frente a él. No esperábamos nada, cuando un vecino que ya había pasado volvió con una bolsa. En ese momento se nos abrieron los ojos y el aburrimiento fue interrumpido porque sabíamos que venía algo para recordar en un futuro que no sabíamos que existiría: recordamos que el viejo ya había pasado y que se había detenido un rato, mirando a Lucky, como estudiando sus movimientos, como calculando algo. Volvió el viejo con una bolsa, una bolsa con carne. Y ahí lo entendimos todo, porque había calculado que su mano llegaba, aunque con esfuerzo a los billetes, pero también calculó que el perro le arrancaría la mano si intentaba hacerlo sin distraerlo. Así que fue a comprar la carne, porque seguro que había calculado que esos billetotes valían 10 ó 20 veces lo que gastaría en carne para distraer al cancerbero. Y es como, casi persignándose, tentó a Lucky con la carne y lo tiró lejos de los billetes, para ir rápidamente a los billetes. Tiró la carne, corrió a la reja, largo la mano, y alcanzó los billetes justo cuando Lucky, tras haber tragado el corte completo, corría veloz para arrancarle la mano al viejo cuyo destino estaba cocinado por la divinidad que castigaba a los codiciosos. Saca la mano, evita el mordisco de Lucky, sonríe, celebra, mira los billetes y se da cuenta de la tragedia, como Edipo, pero sin sacarse los ojos. O casi.

jueves, 25 de enero de 2018

Leer en la espera.

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Leer es esperar, esperar una chispa que puede no llegar. Una chispa que nace de la más mínima anécdota y nos obliga a tomar con fuerza el hilo de todas esas horas que, de cualquier manera, serían horas botadas al tacho de la basura. Mi abuela que contaba que la suya siempre le quitaba los libros al son de un reproche: «leer es para holgazanes». Era una época en que ser holgazán era mal visto y la cultura era lejana de los campos. Pero mi abuela —algo que, probablemente me heredó— era una holgazana. La veía mirarme mientras yo leía y algo en su gestualidad me hacía interpretar esas miradas como las de su abuela, porque al final uno siempre se pone del lado de los reprochadores, uno siempre termina por entender a quien le da un reproche. Y es que dedicarse a leer es una maldición, porque no hay progreso, no hay autos deportivos ni chaquetas de cuero, a menos claro que uno lea para. Hay los que leen para aprender a arreglar vehículos, hay los que leen para cocinar ciertas recetas, hay quienes leen para enamorar al ser amado. Pero leer como mi abuela, sin un para, es una maldición, porque uno se siente como el gato que duerme todo el día, no como fin en sí mismo ni como medio para obtener otra cosa, sino que duerme para demostrar al resto que puede dormir.

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La casa, construida por mi abuela ladrillo a ladrillo, era un cubo de dos pisos. Una casa pequeña en un barrio pobre, antiguo y digno. Era una casa azul, con una escalera externa de pasamanos blancos. La ventana de mi habitación daba al patio: una simple carpeta de pasto verdoso de la misma extensión que la altura de la casa, en cuyo centro florecía una modesta fuente donde ningún pájaro se atrevía a aterrizar, dada la abundancia de gatos. El tiempo que dediqué a leer los Pensamientos de Pascal coincidió con la participación de cinco gatas en nuestra reducida vida familiar: dos eran hermanas, las otras tres eran hijas. Electra era madre de Medea, Lavinia y Edipo; Antígona, hermana de Electra, fue esterilizada a tiempo para no dar a luz. Mi abuela, quien cursaba la plena juventud de la vejez, me decía que eran las reencarnaciones respectivas de su madre, sus hermanas y su hijo mayor. Yo no me reía de esas creencias, porque cada vez había más detalles para fortalecer esa tesis. Mis tardes pasaban entre mirar libros y desviar la vista para observar el jugueteo de los gatos, ya sea entre ellos, contra algún ave que volaba bajo, o produciendo el tormento de alguna inconsciente lagartija. El sol se enfocaba en sus barrigas, haciendo parecer que la vida les pasaba con alguna razón. Muchas veces, por cierto, yo me sentía igual a ellas: leer era mi invento para decir que el día fue provechoso.

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Hay tardes en que no leía por intentar descifrar las relaciones entre las gatas. La enemistad fraterna entre Electra y Antígona era evidente: ninguna abandonaba la casa, pero si se topaban de frente, irse a las garras era inevitable. Las otras tres apoyaban a su madre, hasta cierto punto, porque eran sometidas al igual que su tía. Electra era la más grande de las gatas, Antígona la más liviana. Sus rutinas se repetían con persistencia, aunque con un margen necesario de innovación: comían cerca de la fuente, bebían de ella; intentaban cazar algún pájaro desprevenido; se subían, de a una, al árbol del fondo; dormían barriga al sol; comían nuevamente; subían al techo de la casa. Cuando estaban en el techo, sobre mí, perdía el hilo de mis análisis, por lo cual siempre mi observación sería oscura en ese punto. Antígona era, para mi análisis, una especie de protagonista. Por una parte encarnaba a mi madre, según mi abuela; por otra, era la única que me visitaba y se sentaba en la ventana, mirándome como yo leía. La quería, porque me miraba gratuitamente, y yo la acariciaba, también gratuitamente. A veces, bajaba con ella en brazos, para sentarnos al sol y descansar de nuestros roles de lector-holgazán y gata-observadora.

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Las prácticas de Antígona eran simples y rutinarias, por lo que aquella mañana en que no llegó a comer fue como recibir una carta negra. Fue una larga tarde, pensando en si volvería o no. Pensando en que volvería, pero preguntándome por qué no llegaba, por qué no vino a comer, por qué no vino a tomar el sol. Me preguntaba hasta cuándo debía esperarla, si debía salir a buscarla. Los gatos van y vienen, no puede tenérselos amarrados, saltan techos y abandonan sus hogares si encuentran otro. Me preguntaba hasta cuándo debía esperarla, si acaso debía seguir leyendo y, simplemente, llegaría se posaría en el marco de la ventana y me miraría leer. Me preguntaba si llovería, porque esa tarde se nubló, si acaso debía esperarla o salir a buscarla. Antígona era una gata cariñosa, no como las otras cuatro, por lo que era raro que no haya bajado a la fuente durante todo el día. No lo había hecho, y me preguntaba si debía hacerme de la idea de que ya no volvería o no. Si acaso la atropellaron, si acaso la secuestraron, o si está atrapada en un árbol o en un entretecho. Pensé subirme al techo a mirar, pero no sabía si debía hacerlo: la verdad es que no quería alarmarme, ni alarmar a las demás gatas, ni a mi abuela. No quería hacer del tema un problema, para que luego Antígona llegara y todo hubiera sido en vano. Desde mi ventana veía a Electra sentada en la rama del árbol, a Lavinia durmiendo abrazada con Medea, mientras Edipo las miraba. Todos eran nombres sugeridos por mi abuela, personajes de sus tragedias favoritas. La rutina de Antígona era fuerte y que no haya vuelto marcaba una ruptura inevitable en el día: el día se volvió una especie de paréntesis, un día en suspenso, esperando un final que quizá no llegaría. Llegó la noche y Antígona aún no llegaba, lo que hacía el asunto más raro. Antígona tenía un collar negro con perlas plateadas, que combinaba con su pelaje mezcla de blanco y negro. Me quedé toda la noche mirando hacia la oscuridad, a ver si brillaba alguna de las perlas, o si su pequeño cuerpecito se posaba en mi venta. No había leído en todo el día, y pensaba no hacerlo hasta que volviera, si es que volvía.

miércoles, 24 de enero de 2018

Extracto de "Discursos de los no vencidos"

Traducción de Nicolás Ried.

El poeta ya lo dijo: la corona laureada no llega cuando nos sirve para seducir a la dama de labios morados, sino cuando es inútil, en la vejez, como si fuese tierra arrojada en el rostro por nuestro propio sepulturero. Y puede que, incluso en ese momento, la Fortuna nos siga siendo esquiva: hay quienes celebran la derrota, para aparentar desinterés; como hay quienes la persiguen de frente, intentando seducirla con determinación.
          Ya lo dijo el canciller: Fortuna sólo guiña el ojo a los preparados. Los virtuosos se preparan toda la vida para un momento que no llegó; los suertudos no saben abrir el cofre que conserva su divinización. Pocos son los que pueden parar el rayo que los sepulta para erigir a un costado de su cripta el monumento más duradero que el bronce.
          Es que hay veces en que, como decía el campeón, dos pasos hacia atrás significan luego tres hacia adelante. Hay veces, claro, en que una derrota no es más que eso. Eso es lo que ustedes, jóvenes, deben evitar: creer que sus derrotas son victorias simbólicas, triunfos secretos o ganadas malinterpretadas. 
          Como escribió el filósofo: a veces, la mejor manera de ganar es dejarse vencer. Pero hay que estar atentos, porque nunca hay que perder de vista lo más evidente: el que se deja ganar, pierde. Celebrar íntimamente una derrota no es sólo engañarse, sino mentirle a la Fortuna.
          Hay vencedores, hay vencidos. Lo importante es entender que unos y otros son simples roles en un gran teatro de moribundos y reyes, de sirvientas y guerreras, de perros y pájaros cantores. Porque hay vencedores, hay vencidos y, al fondo, están los no vencidos. Son esos últimos los que entienden el valor de ser rey, perro y sirvienta a lo largo de una misma noche.