martes, 19 de abril de 2016

Tragedia.

Cuando me entero de la muerte de alguien joven, pienso en la fragilidad. Siento el peso de esa amenaza de destrucción total que puede ocurrir en cualquier momento, como la lluvia.
          Después de unas catastróficas lluvias, tuve que hacer una clase sobre tragedias. Tragedia es una manera de escribir en que se evidencia la fragilidad de la linealidad de nuestra vida. En complicidad con la comunidad de espectadores, la tragedia se posa sobre el hombro de quien sea para obligarle a decidir. Claro que se puede decidir no decidir, pero no todas estamos llamadas a ser Hamlet.
          Puedo ver las fotos de una desconocida que murió a las doce del día. Puedo leer sus comentarios hechos una hora antes de su muerte, y la fragilidad aparece, como un pequeño pájaro que me hace una pregunta que no consigo descifrar, pero de la cual intuyo espera una respuesta.

viernes, 15 de abril de 2016

¿Por qué escribir?

I

Un amigo nos relataba con sincera pasión cuánto le gustaba andar en bici bajo una tenue lluvia. Nos argumentaba que era un placer comparable a un milagro, porque si bien dormir o culear le producían placer eran verbos que podía realizar sin poner demasiado empeño, y además podían ser consideradas necesidades. Andar en bici bajo una tenue lluvia de otoño, con el clima tibio de Santiago, sintiendo la ecuación que se forma entre el rostro, la lluvia y la rapidez, era un suceso que se daba pocas veces. Y cuando se daba era un encanto.
          Agregó que era, probablemente, la séptima cosa de la vida que más le gustaba hacer. Con eso, los demás empezaron a probar con rankings sobre sus placeres: follar, comer e ir al baño (lo uno, o lo otro) estaban entre los top incuestionables. Pero guardé silencio, no por esnobismo, como por pudor: mi lista aparecía como muy diferente, no sólo por considerar cuestiones como reír o caminar en lugares privilegiados, ni por desplazar hasta lugares inferiores sus preferentes necesidades básicas, sino específicamente por un verbo que para cada otro era inexistente en sus respectivas listas.

II

Escribir siempre me pareció anecdótico. Durante mi temprana juventud lo amasé como mi profesión: yo, escribo, respondía ante cualquier pregunta incomodante de adultos o coetáneos. ¿Qué hago? Escribo. No me gustaba la taxonomía “escritor”, me parecía de vieja usanza, y medio anquilosada (como la propia palabra “anquilosado”). Pues, mal que mal, yo era escritor de blog. Si bien mi primer libro fue un libro de dibujos a crayón que mi madre conserva como si fuera mi curadora prematura (“Zoolojico”), ya me sentí más empoderado al escribir columnas de opinión o crítica de películas y exhibiciones en cuanto portal web me invitaran. Escribía, escribo. Pero eso no basta para decir que uno se dedica a la escritura. Creo que es necesario, como en cada actividad, preguntarse por eso que uno hace con tanto afán.
          Al comienzo, por cierto, me producía placer responder, yo, escribo, porque daba unos aires de intelectualidad innecesarios. Pero a poco andar de la ecuación edad, sociedad, capitalismo, “escribir” es visto como un verbo menos descriptivo. No sólo porque hay quienes no lo consideren valioso, útil o productivo (esas opiniones se descartan por su propia liviandad), sino porque otros también lo hacen, ya sea por obligación, o también por placer.
          Por eso, empecé a notar que, si bien también lo hago por trabajo (escribir artículos en el marco de aquel absurdo oxímoron denominado “ciencias humanistas”) o por placer (saludos de cumpleaños extensos para nadie son necesarios ni útiles), también lo hago por enfermedad.

III

De un tiempo a esta parte, Paul Auster se sumó a mi pequeño panteón portátil. Sus textos, como pocos, me hacen sonreír frente a papel. Me hacen sentir parte de un grupo selecto y anónimo de enfermos. Leyendo una entrevista que le hicieron al venir a Chile en 2014, me fijé que, precisamente respondía así: escribir es una enfermedad.
          Él responde ante la pregunta por escribir con una bella anécdota: a los ocho años tuvo la oportunidad de toparse con su beisbolista favorito, en la forma de una aparición espectral de la divinidad misma. Con todo el valor que uno puede tener a esa edad, se acercó a su ídolo y le rogó por un autógrafo. Aunque sin mucha empatía, pero gracioso, el deportista le pidió un bolígrafo, argumentando que “no se puede escribir un autógrafo sin un bolígrafo”. El pequeño Paul notó que no portaba un lápiz, pidió a su padre, a su madre, a los adultos cercanos. Nadie en las afueras del estadio portaba consigo un lápiz, por lo que la aparición del espectro se esfumó. Paul Auster lloró contra su voluntad, pero aprendió a nunca andar sin un lápiz. Y el hecho de andar siempre con un lápiz motiva, a la larga, a escribir.
          En el caso de Auster, un trauma.

IV

Si bien escribir es un verbo valioso en ciertos contextos (incluido el coqueteo), ha tomado tiempo que mi madre comprenda la disociación entre una extensa carrera de Derecho y el escribir. Si bien le otorga valor, y lo ha hecho desde siempre, su mirada al momento de explicar mis teorías sobre mi futuro parece ser la misma con la que me miraba cuando padecí pneumonía o esa intoxicación con mariscos a temprana edad. Fragmentos de esa mirada hay cada vez que me resfrío o me tuerzo el tobillo. Es la mirada de compasión al enfermo.
          Esa mirada, la que recibe quien consuela a un enfermo, no es una mirada agresiva ni mucho menos de pena. Es una mirada de madre, quizá esperanzada en mi recuperación, quizá orgullosa de saber que puedo vivir feliz portando la enfermedad.

V

Por supuesto, narcisismo: me enamoro de la gente que escribe. Incluso, he forzado a gente a escribir para enamorarme ex post. Soy una especie de superficial, porque muchas veces las cartas de amor son más bien el resultado de un desafío, antes que una expresión de cariño a otro.
         Narcisismo como enfermedad, claro. Y sólo una persona lo compartía, lo que se convirtió en la pesadilla, como dice el viejo dicho: el sueño hecho realidad se llama pesadilla. Era no sólo la que respondía mis cartas, sino la que las enviaba refregándome en el rostro el hecho del valor que yo le daba al uso de las palabras.
          De ella recibí un bello regalo: ante una discusión decimonónica sobre si realmente nos correspondía estar juntos, ella me respondió que sí. Su argumento fue que mis cartas la despeinaban: nunca me sentí tan despeinada. Nunca había visto la belleza de decir algo así, un uso tan sincero de una práctica tan cotidiana y banal. Me remitió de manera inmediata a su liso cabello negro, ordenado y suave, a sus labios rojos, a su cicatriz en el labio superior y a su par de lunares en el cuello. Imaginé el movimiento del despeine, de ella despeinada.
          No deja de ser narcisismo, pero esa palabra me provocó, más allá de evocarla única, un amor por haber compartido pabellón con otra paciente.

VI

Durante el verano, por aburrimiento, nos hicimos personas de fernet. El amargo trago a base de hierbas, nos sirvió para sostener la tesis de que nos sanábamos embriagándonos. Una de esas noches largas, como las que tengo con mi eterno amigo, nos destacamos con una botella completa de fernet. La amargura, que no compartía con otros tragos de los cuales fuimos fanáticos en el pasado, provocó un acontecimiento que hoy leemos como una epifanía.
          Sin ser muy dado a relatar grandes historias, y tampoco a escribir, mi amigo se vio en la necesidad de contar in extenso nuestro futuro: vistiendo sólo una bata, regando sus flores, yo con mi cónyuge, él con sus hijas. Yo no paraba de reír, pero con la risa del que teme ante el demente que grita la verdad. Todo tenía fundamento en el ahora, todo era cierto desde ya. Describiendo una realidad situada en 25 años en el futuro, describió perfectamente esos 25 años que aún no padecíamos. Entre risas, me fijé que casi nada estaba muy claro, todo podía perfectamente ser de otra manera, excepto una cosa: el nombre de uno de sus dos perros, Ulises.

VII

Nunca padecí esa excusa propia de los escritores profesionales del temor a la página en blanco. Tampoco soy carente de respeto ante esa palidez. Lo que temen los que temen a la blancura es a la lectura por otros, a lo que otros digan o no sobre lo escrito. Por cierto que también hay un temor a revelar mucho contando una historia propia, y con eso estoy de acuerdo: todo texto tiene vocación pública, por el mero hecho de ser una afrenta diabólica ante todo lo que ya se ha escrito, pero eso sólo debería motivar a escribir más y más, porque si la escritura es excepción se corre el riesgo de no vivir con la enfermedad.
          He pensado que sólo las cartas de amor no tienen vocación pública, porque en ellas no hay mucho que pueda relativizarse. En el resto de los textos, todo siempre puede ser una gran mentira. Y aprovecharse de la amenazante ficción en cada relato sincero debería ser el haz de luz que espanta todos los horrores aullantes en la claridad de la página virgen.
          Hay que perderle el miedo a la mentira. Por eso escribir.

domingo, 10 de abril de 2016

Figura cuatro.

Aprovechando que estaba recostada sobre la lona, tomó su pierna desnuda y la puso entre las propias. Dándole la espalda, Rosa Negra se fijó que las rodillas de ambas quedaran alineadas: dobló la pierna de Jean Genie, de modo tal que armara unos palitos chinos entre la corva suya y la pantorrilla de ella. Así, se tiró de espaldas al piso, afirmando la pierna atrapada que pasaba por detrás de su rodilla derecha, pero por arriba de la rodilla derecha de ella. Las piernas Jean Genie formaban un 4. Así recostadas ambas, unidas sólo por sus piernas que formaban una sola ecuación sin su equis despejada, puso su pierna libre sobre la pierna horizontal de ese 4. Y presionó, con ayuda de sus brazos. Las cuatro piernas se frotaban más que nunca, pero no era opción para Jean Genie rendirse.
          La figura cuatro (figure four leg lock) es una de las maniobras más icónicas de la lucha, a la vez que una expresión del contacto de la carne que conjuga el dolor y la voluntad: la figura cuatro puede ser invertida si se logra voltear el cuerpo de la rival. Voltear un cuerpo es la operación básica de la lucha libre: tomar un cuerpo húmedo, abrazarlo y apretarlo con las fuerzas de un abrazo que no quiere expresar cariño, sino deseo, deseo de voltearlo. Abrazar y lanzar un cuerpo es necesario para voltearlo y dejarlo tendido en la lona. Una vez en la lona, todos los cuerpos son dóciles. Sólo hay que evitar que la mano sagaz se afirme de las cuerdas y promover su sumisión. Un cuerpo sumiso es un cuerpo derrotado. Un cuerpo que golpea a palma abierta es un cuerpo que grita por su sumisión. Un cuerpo derrotado sobre el ring es un cuerpo que ya no está sobre el escenario: es un cuerpo obsceno.