jueves, 26 de febrero de 2015

Porno.


Sentarse al borde de la cama y sacarse los zapatos. Mirar la habitación en busca de libros, eso es lo primero: la sombra de las ramas del árbol daba directo en el muro que servía de cabecera, una grulla iluminaba con blanco platino lo negro de las sábanas y un grito desde afuera quebraba la incomodidad de lo obvio. Al borde de la cama, haciendo un esfuerzo superior por que los zapatos permanezcan en el pie.
                Un vaso con agua en el piso, al lado de la cama, anunciaba que dormiríamos. Eso y que yo ya no tenía zapatos. Esperando su galante entrada por el umbral de la puerta, practicaba mi postura indiferente más creíble. Miraba una flor que se abría y se cerraba, esperando su llegada. Sin zapatos, la esperaba. Miraba el vaso con agua que, con toda probabilidad, nos auxiliaría durante la noche. Miraba la ausencia de libros en la habitación.
                Esa noche soñé que nos conocíamos desde hace mucho y que, ya viejos, nos tomábamos una piscola en el bar donde nos conocimos, justo horas antes de que llegáramos a estar sentados al borde de su cama, sin zapatos. No le conté el sueño.

Cuando el color de todos los semáforos es el mismo.


Es un recuerdo vago de la infancia. La niebla iluminada espantaba el miedo. Eso y el silencio me dejaban ir tranquilo a la ventana. Mi tía asumía que mis pasos cortos a las tres de la madrugada tenían por destino el baño, pero no: ya era mi costumbre ir a la ventana y mirar el puente, mirar a través de la niebla iluminada.
                Luces rojas, luces verdes, luces amarillas. Un gris morado blanco en general. La niebla me cubría y era un francotirador mirando entre la persiana. Mirando la niebla iluminada por la madrugada solía descubrir sombras en el puente, sombras que subían y bajaban de los autos. Sombras nocturnas que jamás podrían verme entre la niebla iluminada.
                A ratos, el rostro se me iluminaba con el verde de los semáforos, con el rojo de los autos, con el negro de sus sombras. Miraba nervioso hacia atrás, refregaba mi pie en la alfombra. No hubiese podido inventar algo si me sorprendían mirando por la ventana. Veía una sombra subir a un auto y me giraba: miraba cómo el oscuro techo de la sala se iluminaba alternadamente: roja, verde, roja, verde. Me fijé entonces que los semáforos, a esa hora, estaban coordinados: todos rojos, todos verdes. También noté que las sombras aparecían puntuales faltando siete minutos para las dos y desaparecían impuntuales a eso de las cinco. Verde, rojo. La niebla iluminada y las sombras. Las luces y las sombras estaban coordinadas, parecían ser una, un gran ojo que me miraba.
                Por eso me llaman tanto estas cosas, ¿no ves? Cruzar este puente y que al fondo todo esté iluminado con un solo color verde, con un solo color rojo, despierta mis sospechas de que alguien me observe, nos espíe. Alguien que ve nuestras sombras y disfruta.

lunes, 16 de febrero de 2015

Animales salvajes.


Somos opuestos estelares, me dijo. No sé cómo adivinó, pero en eso radicó todo: en el adivinar. Adivinar es una cuestión humana: el perro sabe dónde está enterrado su hueso, el gato sabe dónde roe la rata. No lo adivinan, nosotros lo hacemos. Ella adivinó: no es tan difícil, me dijo: mal que mal, es conocimiento acumulado por años.
            Eso es el Zodiaco: información acumulada durante miles de años sobre nuestra conducta. No adiviné, me dijo: lo intuí. De hecho, intuyó que contarme su intuición me entusiasmaría a seguir interrogándola. Me contó acerca de los signos, sobre las compatibilidades; me enseñó sobre las constelaciones y sobre los ascendentes; me calculó la carta astral y me reveló secretos propios. Adivinaba cosas sobre mí y pronto sobre nosotros. De inmediato me señaló nuestro final: desde mi balcón te arrojaré tus platos, gritos mediante. Eso predijo.
            Tras la profecía autocumplida, adquirí sus facultades: aprendí a adivinar, pero más allá de eso, aprendí qué significaba adivinar: sus sorpresas por el grado de compatibilidad, el azar de habernos conocido y el milagro de haber conversado durante horas de esa madrugada no eran más que correcciones de una incompatibilidad latente, de un azar forzado y de un milagro coordinado. La adivinación era más bien una invitación: una invitación a comportarnos como los salvajes ancestros que dieron nombre a nuestros signos, ancestros que no eran sino animales.

viernes, 13 de febrero de 2015

Milagro ficticio.


Nos sentábamos en el balcón. La vista era la silueta de la cordillera y el borde de la constelación estelar. De vez en cuando, nos fijábamos en los autos que pasaban por abajo, en la autopista. Muy pocas veces, dotábamos de existencia a los peatones que pasaban por debajo del edificio, siendo habituales aquellos que llegaban a existir producto de su imposibilidad de resistir el vaciamiento del vino de nuestras copas.
            Vimos dos estrellas fugaces, Sin embargo ella vio una que yo no y yo vi una que ella no: nosotros vimos dos, pero yo vi una, ella otra. Ambas noches conversamos sobre lo que significaba “ver una estrella fugaz”: es un milagro, me decía ella; es una ficción, decía yo. Es un milagro, porque Dios decide que veas la muerte de una creatura, un hecho que ocurrió hace miles de años y que transcurre en un instante. Es lindo verlo así, pero la mayoría de las veces lo único que existe de una estrella fugaz es alguien diciendo “¿la vieron?”, le dije yo. Pensaba que era una ficción, porque le mentí decenas de veces con “¡Mira, una estrella!”; “¿¡Dónde!?”, ella. Es una ficción, pero una ficción hermosa que permite a otro regalar un milagro: lo vi solo, pero quiero incluirte en mi milagrosa experiencia. No estaba en desacuerdo con ella, en definitiva. El hallar una estrella fugaz era una acto que podía ocurrir o no, pero que siempre podíamos mentirnos para formar parte de esa experiencia, que no es la experiencia de ver la estrella, sino de disfrutar del hecho de saberse iluminado por su luz. Esa luz es la de saber que otro quiere entregarte esa estrella, no para ti, sino para ambos: que alguien te piense en una comunidad era el punto.
Celebramos nuestro acuerdo con un brindis: ambos creíamos en los milagros ficticios.

miércoles, 11 de febrero de 2015

Ventanas como cuadros.


Las ventanas son luz. Se iluminan a la vez que hay luz afuera: son una señal de lo que afuera ocurre. Las ventanas, en su umbral, delimitan un adentro y un afuera: nos recuerdan que estamos adentro. La ventana cobra importancia desde dentro, cuando miramos a través de ella: miramos la ventana, miramos hacia afuera, miramos más allá de la ventana.
            Sin embargo, esas mujeres que miran las ventanas en los cuadros de Edward Hopper no están mirando hacia afuera, a pesar de mirar la ventana: ellas están haciendo otra cosa, hacen algo con el tiempo. Pierden el tiempo. 
            Apoyarse en el marco de una ventana para mirar el horizonte es una práctica inútil, tan inútil como necesaria. El que mira afuera sin mirar se mira a sí mismo, se mira mirando. Como las mujeres de Hopper: miran un problema, miran un recuerdo, miran sus propios ojos, pero no miran afuera: las mujeres de Hopper miran hacia adentro. 
            No es banal que Edward Hopper haga eso en pintura: el espectador no mira a las mujeres mirando la ventana, sino que pierde el tiempo. Ventanas como cuadros: la pintura puede mostrar el tiempo que se gastó en ella misma, aunque también puede producir otros tiempos desde ella.
            Mirar una ventana, como mirar un cuadro, es trabajo: el espectador trabaja, y es ese trabajo el que inserta Hopper en sus cuadros. Un trabajo tan inútil como mirar por la ventana.

lunes, 2 de febrero de 2015

Satélite.


Desde la oscuridad de este balcón, noto que la oscuridad del cielo no es más profunda: pienso que es la luz de la luna, pero esta noto que no aparece por los rincones; pienso que son las estrellas, pero no: es una luz que desconozco, una luz de este lado del mundo: recuerdo que no es la misma noche que veo siempre, aunque las estrellas parecen dispuestas tal como en Santiago.
            Miro la hora. Veo la silueta de la cordillera al fondo: son azules, uno más claro el del cielo, aunque ambos oscuros. Veo estrellas que nunca antes vi, veo satélites que nunca antes vi. Son los satélites del sur que iluminan la noche, que iluminan con fantasías propias: de repente veo que los satélites caen repentinamente y pienso que debe ser algún efecto extraño producido por la diversidad de oscuridades que están sobre mí: no es la oscuridad del balcón, tampoco la de la habitación tras de mí, ni la del cielo ni la de las estrellas ni de la cordillera: son todas las oscuridades, son todos esos azules que me impiden ver los satélites quietos, tranquilos y estables: tengo que verlos cayendo en ese mar extrañamente iluminado con oscuridad. Miro la hora y pasó media madrugada. Cada vez está más oscuro y más claro. ¿Será ese claroscuro en que aparecen los monstruos?
            Pienso que las estrellas no son luz sino tiempo: son un tiempo sobre nosotros, son lo que duran en el firmamento. El tiempo de una estrella, el de un rockstar, es un tiempo breve. Las constelaciones son comunidades que logramos en ese tiempo. Lo eterno es el firmamento, con esa oscuridad de una perla negra. Respiro el viento frío y veo caer un satélite: satellite’s gone, up to the skies.