miércoles, 14 de septiembre de 2016

El maestro de los que saben.

Estaba casado. Incluso, tenía tres hijos y un par de divorcios. Pero nunca pude imaginármelo seduciendo a una mujer. Tampoco matando a una. Porque si bien un asesinato es algo particularmente atractivo para un profesor de filosofía, e incluso podrían reconocer cierto placer teórico en matar, uno los imagina como pusilánimes, cobardes y pasivos colaboradores de la miseria colectiva que baña a toda institución universitaria. Por eso, no me lo imaginaba ni coqueteando ni matando, y aunque era mi maestro, no podía hacerme de esas imágenes.
          La mezquindad de la universidad es lo primero que todo estudiante debe aprender: un halago hacia un doctor en lenguas no necesariamente será respondido con cortesía, como tampoco la invitación que se haga a una doctora en estética —ya sea por un café para comentar un artículo o por una copa de vino a fin de preparar un coloquio. Como sea: es un mundo mezquino, donde los jóvenes creen que los viejos ya no conocen el mundo, y los viejos miran la amenaza de los jóvenes que intentan expulsarlos de sus quietas oficinas. Yo estaba al medio, mirando a mis amigos rebeldes y a mis maestros atemorizados, recibiendo el calor de ambos abrazos, unos menos fuertes que otros. El abrazo de mi maestro era siempre caluroso, acompañado de un chiste, generalmente en inglés o francés: al comienzo, me reía por impulso, el impulso de un joven que intentaba ser inteligente y a la vez con sentido del humor, aunque por supuesto él sabía de la falsedad de esa risa. Y no le importaba: “Cuando no existían computadoras, la inteligencia la tenían los que sabían sumar y restar rápidamente; cuando no existía Internet, la inteligencia la tenían los que sabían fechas y definiciones; los inteligentes ahora son los que saben frente a quién y cuándo reír”, me repetía cada vez que yo le decía alguna fecha por impulso o cuando no me reía de alguno de sus chistes. Entre eso y copas de brandy pasamos muchas tardes, de invierno y verano, conversando sobre los chismes del campus. Sexuales en su mayoría. Homosexuales, específicamente. Famoso el caso del historiador que fue expulsado de un a universidad por haber sido sorprendido follando con uno de sus alumnos en el estacionamiento. “Pero si era obvio, ¡su tesis doctoral era sobre la historia del vestuario!”, me decía. Yo reía. Poco a poco, me reía menos y le traía más cuentos del campus, llegando a producir mis propios chistes. Porque los chistes académicos son una específica forma de hacer reír sin gracia: un chiste académico no es gracioso, pero sí pone en suspenso la seriedad de lo universitario. Ante un silencio citar el parágrafo 7 del Tractatus de Wittgenstein o parafrasear alguna cita de Hegel (“Lo superficial es lo más profundo, como lo más profundo es lo superficial”, al referirse a alguien mal vestido, por ejemplo), eran formas fáciles y elegantes de salvar una incomodidad o de acercarse a un desconocido. Mal que mal, es un montón solitarios incomprendidos que nadie escucha.
          Durante el último tiempo, adoptamos la costumbre de conversar tomando un vino blanco en la terraza de la facultad: una terraza que estaba en un tercer piso del antiguo edificio central del campus, hacia donde su oficina tenía un acceso privilegiado. Desde allí, podía verse la copa del jacarandá que iluminaba el verde campo universitario, ocupado por pocos estudiantes. Esas tardes poníamos dos banquillos y terminábamos una botella o dos, retirándonos del campus junto con el sol, entre tambaleos y risas. Una de esas tardes, conversando sobre un recién publicado libro acerca del suicidio, cuyo autor era uno académico de la universidad, me dijo: “Ese es un pusilánime. Lo conozco. Hace años. Conozco a su mujer, a sus hijos. Él es incapaz de suicidarse”. Tras mi sexta copa, le reproché que él tampoco. Le dije que tampoco podría matar a alguien, ni aunque sostuviera eso por escrito. Sirvió una última copa en silencio, y me miró con un rictus de seriedad que aniquilaba cualquier posible chiste. Sonrió y me contó una historia en la que él mataba a alguien. Era un buen relator de historias, un buen mentiroso quizá, por lo que la historia, por tosca que fuera, me pareció creíble. Me contó cómo mató a alguien que le quiso robar en un parque. Me decía que era durante la dictadura, así que un muerto más o uno menos, era algo irrelevante. Me contó sus miedos al momento de matarlo, pero también me contó que estaba borracho cuando lo hizo: “No lo dudé, ni me arrepentí. No me arrepiento. Lo que sí, me hubiese gustado ser más prolijo”. Algo me inspiraba en su relato que no mentía y que tampoco se arrepentía, pero que no le gustaba eso que hizo por ser poco elegante: “Matar a un muchacho, apuñalándolo un par de veces, luego otra decena, de noche, en un parque. No es algo digno de un filósofo, pero es mío”, me decía. Sentado, lo miraba, miraba su silueta que se resaltaba por el contraste de la luz del sol que ya se despedía. Me quita mi copa y la lanza hacia abajo. Toma la suya y también la arrojó. Me tomo de la mano, me ayudó a levantarme y me dijo que si no era un asesino, al menos era un buen mentiroso.
          No pude parar de pensar en el relato de mi maestro como un asesino. No lo creía, pero algo me decía que era cierto. Al día siguiente del relato, pasé bajo el jacarandá y un daño que antes no había sentido en mi pie me hizo caer. Me había clavado un gran trozo de vidrio que traspasó mi zapato. La sangre corría, sin parar. me había roto la piel de manera grosera, y nadie rondaba cerca esa tarde de viernes. Me dolía mucho, pero en un momento de calma pude reconocer que era un vidrio de copa, que era un fragmento de las copas que el día anterior habíamos arrojado desde la terraza. Ese recuerdo me hizo mirar hacia la terraza, y para mi sorpresa estaba él, mirando, mirándome sangrar.