martes, 24 de noviembre de 2015

Una ciudad.

Estoy en una ciudad que no es la mía. Desde mi ventana puedo mirar el mar, esa masa de oscuridad que se sobrepone a la noche. Veo un edificio de la armada que mira a la plaza principal, una plaza que no puede ser ocupada sino por guardianes: es una plaza sagrada, sin peatones. El edificio de la armada, una construcción neogótica celeste de cinco pisos y un reloj, mira a la plaza que mira al mar, dividiendo con esa mirada a la ciudad en dos: de un lado está el edificio del ministerio de cultura, del otro hay un Starbucks. Mi hotel está del lado del Starbucks, desde donde puedo ver que una universidad comparte techo con un hotel transnacional. Miro a los peatones, que no son los peatones de mi ciudad, y caminan sin temor, sin pudor, sin desconfianza: ya es medianoche y no miran siquiera para cruzar la calle. Sigo a una peatona cualquiera, se dirige con un paso angustiado a un teléfono público: hay teléfonos públicos. Teléfonos públicos que funcionan, no como en mi ciudad. La miro hablar, hasta que me aburro. Cambio mimirada hacia la nube obscura que es el mar de noche. Están los barcos, buques y trasatlánticos que corresponden. Miro hacia el otro extremo y están los edificios: edificios que se posan sobre otros edificios, luces que se posan sobre otras luces. No me gustan las ciudades que no tienen horizonte o que su horizonte es el océano. Pienso en el horizonte de mi ciudad, que es una gran montaña, y me gusta. En esta ciudad tiembla y siento que cada temblor es un intento por expulsarme.
          Me pregunto por si alguien me está mirando en el momento en que escribo apoyado en la ventana. ¿Me mirará como a un extraño? ¿Habrá algo en mi conducta que me revele como extranjero? No me importa, la verdad.

domingo, 15 de noviembre de 2015

Monstruos y estrellas: el caso de O.

Nos gustan los monstruos, concluí. Me insistía en que mis gustos eran muy obvios y predecibles, que eran simplemente la sumatoria de un conjunto de coordenadas que fácilmente podían rastrearse en otras. Me decía que la próxima que me gustara sería otra antología de las anteriores, como un monstruo construido de muchas partes. Ella creía que me gustaban los monstruos, creía que mi fuente de inspiraciones era múltiple y en base a muchas partes construía siempre una nueva.
          Una tarde la llamé y le conté que no creía en su hipótesis, la de los monstruos. Era una tarde calurosa, de esas en que el día comienza al caer el sol para terminar de manera difusa en la madrugada. De esos días con siesta, pero de las siestas en que no se duerme. Leía un pequeño cuento de César Aira, en que escribía: “De los monstruos hay muchas definiciones, pero lo esencial de ellos es la coexistencia de posibles entre los que se debería haber elegido”. Eso era: un monstruo es un compilado de partes, partes de algo que debía haber sido: bajo su teoría del monstruo, mis elecciones afecto-sexuales (“amorosas”, en su lenguaje) estaban mediadas por mi imposibilidad de elegir una entre todas las que conformaban mi batería, por eso cada elección futura intentaría ser todas las anteriores a la vez, una “coexistencia de posibles” según Aira. Le contaba, pero no entendía bien qué es lo que le contaba. Creo que nunca creyó en su teoría del monstruo, quizá nunca quiso decir eso. Pero le decía que no operaba de acuerdo a una teoría del monstruo, sino una teoría de la constelación: mis elecciones afecto-sexuales no se dan por una mezcla de elementos de seres paradigmáticos anteriores, sino por la proyección imposible de luz estelar sobre piernas que son reales. Es decir: tengo en mente un conjunto imaginario de estrellas que me gustaría alcanzar, pero su luz nunca llega a tocarme, por lo que cualquier luz parecida me convierte en polilla.
          El calor aumentaba su ya cotidiana manera de no escuchar. No construyo en base a recortes antiguos, sólo proyecto la luz de las estrellas. Por ejemplo, siento una atracción irracional ante Karen O, vocalista y líder de la banda Yeah yeah yeahs. Todo lo que hace, cada prenda que viste, cada canción, cada foto, cada búsqueda en Google, cada luz que ella produce me desarma y me vuelve a armar. Mirar el techo escuchando Maps me transporta a una extraña planicie en que ella me es cercana y, a pesar de dominar la escena un profundo dark, me alegra saber que la tecnología me permite escucharla en bucle cuantas veces quiera, una ilusión de que ella es mía. En fin: Karen O no es un mix de partes; O no es un monstruo, es una estrella. Cuando vea la estela de cualquiera estrella parecida, mi identidad-polilla me poseerá.
          Me encontró razón, aunque me dijo que las estrellas también son monstruos. El teléfono quedó en silencio un largo rato. Pasó un ángel, me dijo. Los ángeles son estrellas-monstruo, le dije.