Estoy en una ciudad que no es la mía. Desde mi ventana puedo mirar el mar, esa masa de oscuridad que se sobrepone a la noche. Veo un edificio de la armada que mira a la plaza principal, una plaza que no puede ser ocupada sino por guardianes: es una plaza sagrada, sin peatones. El edificio de la armada, una construcción neogótica celeste de cinco pisos y un reloj, mira a la plaza que mira al mar, dividiendo con esa mirada a la ciudad en dos: de un lado está el edificio del ministerio de cultura, del otro hay un Starbucks. Mi hotel está del lado del Starbucks, desde donde puedo ver que una universidad comparte techo con un hotel transnacional. Miro a los peatones, que no son los peatones de mi ciudad, y caminan sin temor, sin pudor, sin desconfianza: ya es medianoche y no miran siquiera para cruzar la calle. Sigo a una peatona cualquiera, se dirige con un paso angustiado a un teléfono público: hay teléfonos públicos. Teléfonos públicos que funcionan, no como en mi ciudad. La miro hablar, hasta que me aburro. Cambio mimirada hacia la nube obscura que es el mar de noche. Están los barcos, buques y trasatlánticos que corresponden. Miro hacia el otro extremo y están los edificios: edificios que se posan sobre otros edificios, luces que se posan sobre otras luces. No me gustan las ciudades que no tienen horizonte o que su horizonte es el océano. Pienso en el horizonte de mi ciudad, que es una gran montaña, y me gusta. En esta ciudad tiembla y siento que cada temblor es un intento por expulsarme.
Me pregunto por si alguien me está mirando en el momento en que escribo apoyado en la ventana. ¿Me mirará como a un extraño? ¿Habrá algo en mi conducta que me revele como extranjero? No me importa, la verdad.