domingo, 23 de agosto de 2015

Tarde.

Esa tarde nos quedamos leyendo. 
          Sentados bajo el jacarandá que recibía todos los vientos, intentábamos abrir sin éxito una tercera botella de vino blanco, frío para hacer de la tarde un contraste. Digo que lo intentamos sin éxito, dado que me quedé con la botella en la mano, justo en pausa antes de abrirla. Mi amigo se sentaba rápidamente, dejando de lado su libro y me decía que recordaba un cuento de Raymond Carver. Un par de amigos salen a dar unas vueltas por la carretera, en su auto, tras haber pasado una tarde de cervezas. En la ruta, ven a un par de chicas que iban al borde de la carretera en sus bicicletas. En su entender, ellas les hicieron alguna especie de señal. Una señal que los llevó a seguirlas. Ellas dejan sus bicicletas y se adentran en un bosque, más adelante. Los amigos se bajan del auto y las siguen. Ellas suben una especie de cerro. Parece que escapaban de ellos, me dice mi amigo. Escapaban.
          Recuerdo esa tarde. El cuento terminaba con que los amigos se abrazaban, tras haber asesinado con una roca a las muchachas. Recuerdo esa tarde, pero no recuerdo cuántas botellas de vino tomamos. No recuerdo bien si realmente nos quedamos leyendo a la sombra del jacarandá. 

miércoles, 12 de agosto de 2015

Carta a mi hermana.

Vivimos mucho tiempo juntos, pero sólo conservo una bola saltarina. Ella era aries y me esperaba con ansias en el hospital. Madre cuenta que cuando nací, ella salió corriendo por los pasillos, gritando de alegría. Ella era alegre y esa imagen, la del pasillo del hospital, marcó nuestra relación: las pocas anécdotas con que contábamos juntos obligaban a que nuestras historias terminaran siendo reconducidas a esa anécdota fundacional: Nicolás nació y Ángela lo miró, gritó y salió corriendo por el pasillo. La gente reía, dice Madre. Siempre me pareció incómoda esa imagen, la de gente riendo en el pasillo, y eso es lo que me alejaba de Ángela: mi falta de alegría ante esas situaciones. Ver gente reír en un espacio de espera como es un hospital me parecía una imagen macabra, a Ángela le parecía una especie de milagro. Esa distancia entre nuestras formas de ver la belleza en el mundo nos impidió ser amigos. Tampoco éramos enemigos, no peleábamos ni discutíamos, cada uno tenía su espacio, cada uno vivía en su plano. Ni siquiera me molestaba que no leyera un solo libro al año, no me molestaba que trabajara diez horas al día cada semana de cada mes para regalarme un CD de una banda que no me gustaba en navidad, tampoco me molestaba que su atractivo físico fuese infinitamente superior al mío, y menos aún que con más de treinta años jamás hubiese tenido una pareja. Ese era el gran problema, que nada de ella me molestaba, y eso me calaba hondo.
     Una tarde, volviendo de hacer una clase en el campus, recibo un llamado de Ángela. Tanto así era nuestra distancia que no tenía guardado su número, por lo que cuando vi el llamado era de un número desconocido, que sólo me atreví a contestar tras la cuarta insistencia: Madre se desmayó otra vez, se cayó al piso, se azotó la cabeza, fue grave, me dijo en un tono calmo pero íntimo. Me lo dijo con el mismo tono con que me explicaba en lo que trabajaba o la manera en que explicaba sus jugadas las escasas veces que jugamos al naipe español. Estaba en el hospital público, porque era lo más cercano a lo que pudo llegar: esos edificios que albergan tantas muertes por negligencia que más parecen un caldero de desesperanza y tristeza. En la entrada un grupo de punkies esperaban sentados la recuperación de alguno de sus colegas que cayó en una pelea callejera. Me pidieron una moneda y se las di, mal que mal estábamos en las mismas circunstancias. Yo no estaba ansioso ni intranquilo, pues tenía la presunción, por el tono de voz de Ángela, que todo estaría bien. En la sala de espera, repleta de pacientes esperando su turno, veo a mi hermana: sentada al borde de un ventanal, con su pálido rostro y sus rojos labios dirigidos hacia la nada, la especial nada de un hospital público. Destacaba por una cuestión visual: todas las otras miradas del salón estaban dirigidas a una pantalla que anunciaba el apellido de los pacientes. Su mirada se dirigió hacia mí y confirmó mi tranquilidad: está grave, me dice como si estuviese fumando, está grave pero de seguro estará todo bien, ¿no? Asiento en silencio y me pongo a su lado.
     Estuvimos una hora sentados uno al lado del otro sin emitir una palabra, hasta que le hice notar lo miserable del lugar: sí, me dijo. Y añadió: toda esta gente debería estar muerta. Su sarcástico comentario me llamó la atención positivamente, porque en el fondo yo estaba de acuerdo. Le dije: están muertos, pero no lo saben. Sonrió y sentí, desde ese momento, que estábamos entablando una relación de seducción ciertamente incestuosa. Nunca la había mirado con ojos distintos de los que puedo mirar a una conocida sin atractivo intelectual. Por primera vez, quizá, la vi como alguien que no era mi hermana. Unas españolas, atrás de nosotros, comentaban que estaban ahí porque una araña había picado a una de ellas que estaba siendo atendida por la “pésima salud pública de este país”. Ángela me dijo al oído que esa araña era lo mejor que le pudo pasar a este país. Reí fuerte, tanto que las españolas notaron que nos reímos de ellas, algo que sólo podía pasar a las tres de la mañana: ya llevábamos casi cinco horas esperando noticias de Madre y no me había dado cuenta. Previendo que nos esperarían más horas, quizá incontables horas de insomnio le pregunté si acaso recordaba el momento en que yo nací y ella corrió por todo el hospital: claro que sí, probablemente fue el último momento feliz de mi vida. Yo esperaba una hermana, me dijo. Pero de todas maneras tú has sido lo mejor que le pasó a la familia. Logré entender el tono en que me lo dijo, logré entender que con mi nacimiento no se refería a mí, sino a la idea misma de nacimiento: alguna vez, cuando niño, me enteré que Ángela había abortado. Escuché a Madre gritarle en su habitación, escuché que ella abortaría porque el padre del feto ya no era su novio, que ella saldría a trabajar, pero que abortaría. Sabía que para ella era importante el hecho de nacer, por eso. Para sacarla de su mirada hacia el abismo que, evidentemente, formó la imagen del aborto en ella, la tomé de la mano y la llevé a caminar en búsqueda de un café.
     El pasillo por el que caminamos estaba adornado por retratos fotográficos en blanco y negro de indígenas latinoamericanos. Le conté que algunos indígenas creían que los fotógrafos robaban sus almas al fotografiarlos. Ella sonrió y se dirigió rápido a uno de los retratos: mira los ojos de esta, se mueven, su alma está dentro, me dijo. Me reí, nuevamente. Tómame una foto, me pidió. Con mi celular saqué una foto de ella y nos reímos. Las risas fluían gratuitamente con cualquier cosa que dijéramos, porque ya llevábamos casi siete horas despiertos en el hospital, llevábamos esas siete horas sin comer, esas siete horas dejando de ser hermanos. Al lado de la máquina de hacer café, había una dispensadora pequeña de dulces y de pelotas saltarinas. Me pidió una moneda porque quería dulces, pero se equivocó de ranura y canjeó una pelota saltarina. Reímos. Volvimos a la sala de espera, vacía, porque toda la gente ya se había ido, había abandonado toda esperanza y era un martes. Eran las siete de la mañana de un martes y ambos la estábamos pasando, extrañamente, mejor que nunca. Jugamos con la pelota por los pasillos hasta que un guardia nos retó sonriendo, porque éramos un par de adultos: el guardia parecía una especie de robot apocalíptico, según Ángela. Me contó que no iría a trabajar, me contó que estuvo enamorada hace un par de meses de alguien quince años menor que ella, me contó que abortó, me contó que no sabía qué hacer con su futuro, dedicándole el mismo desinterés y tiempo de relato a cada uno de esos tópicos. 
     Madre salió tras diez horas de nuestra espera. Salió caminando, con un vendaje extraño que iba desde su cabeza hasta el brazo derecho. Nos miró jugando con la pelota saltarina hasta que Ángela corrió a abrazarla. Con ansias, Ángela intentaba contarle toda nuestra noche. Le contaba con unas ansias que rompieron su voz plana. Le contaba de la pelota saltarina.
     La navidad de ese año, le regalé una pelota saltarina y una carta. Ella me regaló un CD de una banda que no conozco y que jamás escuché.