jueves, 10 de noviembre de 2016

El calor.

Era la calurosa tarde de un funeral. Desde siempre relacioné la literatura con el calor: el sol que producía el enojo de los personajes de Camus, el sofocante encierro del insecto de Kafka o los desiertos sanguinolentos de Bolaño. Esa tarde era caluroso como lo es la literatura, y lo era más por la muerte que la convertía en un horno sublime: mi tío, un intelectual nato, dio su último suspiro en el momento más caluroso de ese verano. Los termómetros marcaban su muerte y nuestra última conversación fue sobre literatura. Me comentaba que el último autor que lo había impresionado era Carver.
          Raymond Carver, me contaba, logró lo que pocos logran: un mito. Lo comparaba con Kafka, y me contaba que Carver tenía un exitoso libro editado como Principiantes, pero que ese no era su libro sino la decisión de su editor personal, quien le había cambiado incluso el nombre a la obra. De qué hablamos cuando hablamos de amor era el nombre original elegido por Carver. Era casi como la petición de Kafka, pero inversa: mientras K rogaba a Max Brod quemar su obra inédita, Carver aceptaba la publicación de un obra editada de modo tal que años después se pudieran publicar ambas como obras distintas. Eso me decía mi tío, en lo que más tarde entendería que era su lecho de muerte.
          Hubo, sin embargo, un momento de lucidez en que no hablamos de literatura. Me dijo que si bien había tenido durante muchos años los libros de Carver en su biblioteca, nunca los leyó. Y de hecho, los que había leído recientemente eran ejemplares nuevos, dado que los antiguos los había perdido ya. Recordó que a mí me gustaba jugar con sus libros, por sus colores, y que el ejemplar de Principiantes que él tenía, era de un color muy llamativo. Con el cariño y la suavidad limitada de un intelectual, me dio la mano y me dijo algo con su mirada, algo que no logré descifrar, pero algo a lo que respondí con otra mirada.
          Esa tarde de calor, andaba de negro, andaba solo, y me molestaba todo. No tanto por venir de un funeral, como por el calor. Cruzando el puente, sobre poblado, vi libros. Me sorprendió entre algunos puestos con obvias y evidentes latas de bebida y cubos de hielo, ver libros. Me acerqué instintivamente, pensando encontrar libros tan obvios como vender bebidas frías durante la tarde más calurosa del año. Para mi sorpresa, no había sólo basura. Trabajar en librerías durante años me dio un ojo del cual puedo jactarme y reconocer la calidad de un puesto de libros de acuerdo a sus colores: por la disposición cromática de los libros, rápidamente puedo determinar las editoriales que pueden llegar a conformar el campo de oferta y así delimitar, a su vez, el contenido de los libros. En esta oportunidad, los colores llamativos, no sólo me produjeron interés, sino una leve reminiscencia hacia la conversación con mi tío. Claro, esa pequeña fuga de luz en un día en que el sol no iluminaba, me hizo soñar con encontrar un ejemplar de Principiantes. No era Principiantes, pero casi: un ejemplar del inédito De qué hablamos cuando hablamos de amor. Tras un breve regateo, el libro era mío y no podía esperar a revisar, a manosearlo, a abrirlo, a eso que hace uno cuando se encuentra desnudo frente al cuerpo húmedo que jamás pensó en follarse.
          Entre tanta ciudad, calor y lágrimas, logré olvidar que llevaba el libro. Al llegar a mi cuarto, olvidé por completo que tenía el libro y me dormí, despertando cuando ya una brisa nocturna me acarició la espalda. Desperté en plena oscuridad, sin saber si era la oscuridad de la mañana o la de la tarde. Me sentí niño una vez más y recordé que tenía una sorpresa. Salté de mi cama a mi escritorio y vi el libro, de un color azul marino. De qué hablamos cuando hablamos de amor. Lo abrí y tenía algunas rayas, pero no eran las rayas de un ávido lector, sino otra cosa. En la primera página había algo escrito, pero no era una dedicatoria. Eran las rayas y letras de un niño. Era un libro que parecía no estar leído, pero sí estaba rayado (esa había sido la advertencia del vendedor, que me lo dejó a un precio rural). Lo cerré y miré por la ventana. Había estrellas y pensé en que esas rayas, esas letras las pude haber escrito yo. Pensé en que podía haber sido un libro del cual mi tío se deshizo y que, mágicamente, llegó a mis manos el día de su muerte. Pensé durante toda esa noche la ruta que este libro debe haber hecho a lo largo de casi 20 años para que nadie lo haya leído y haya mantenido como una reliquia profética mi mensaje desde el pasado. Imaginé cuántas personas desecharon el libro por estar rayado, cuántos se vieron defraudados al comprarlo como nuevo, cuántos lo dejaron en su biblioteca durante años sin que otro niño lo rayara. 
          Finalmente descarté que haya sido el libro de mi tío que yo intervine en mi infancia, ya que mi tío me dijo que él tenía un ejemplar de Principiantes y no de De qué hablamos cuando hablamos de amor.