viernes, 24 de junio de 2016

La voz de mi hermano.

Su voz se convirtió en mi ahogo. Nunca fue un joven ni un adulto de muchas palabras: su voz firme y clara, aunque temblorosa, expresaba la fuerza que le gustaría tener para resolverlo todo. Y en ese deseo, la fuerza aparecía. Mi admiración por su capacidad por resolver los asuntos de un golpe, de un golpe de voz fuerte como un ladrido, se contrarrestaba con la distancia que me producía su mirada práctica del mundo. Difícilmente discursearía en mi funeral, pero de seguro la carroza fúnebre llegaría a la hora. Eso siempre fue así: cuando me enseñó qué era el imperativo categórico, no mencionó a Kant, sino que me miró fuerte y me dijo que si todos botáramos la basura en la calle, esta sería una ciudad invivible, y esa especie de reto me marcó a fuego: hasta hoy, sólo he aceptado regaños de su parte. Mi incapacidad de soportar reproches proviene de la propiedad que él tiene sobre mi sombra: me enseñó que la voz de reto no debe ser usada siempre.
          Esta vez no era la voz del hermano que disciplina, sino la del hermano que relata. Nunca lo había escuchado relatar. Esa sensibilidad se la negaba cada vez que en la mesa había rondas de chistes: se escudaba en mí, diciendo que yo lo contaría mejor. Por eso, cuando empezó a contar la historia, mi sombra titiló. Ese frío que baja por la espalda cada vez que la sobra desaparece por un instante, era la manera en que anticipaba el relato que nunca podré reproducir.
          Cada vez que venía a Santiago, lo recibía con ánimo etílico. Esta vez las copas fueron una especie de prólogo para contarme que murió una de sus perras. Dos perras que conocí el verano pasado, cuando me quedé en su casa por dos meses. En ese viaje intimé con ambos animales. Dos perras pequeñas, hiperactivas y sobradas de cariño, una negra y otra blanca, me acompañaban esas breves tardes de espera mirando las llanuras que terminaban convirtiéndose en el lado de la cordillera al que no estoy acostumbrado. La llegada de mi hermano marcaba un quiebre en el día, ilustrado por la salida frenética de las perras al patio delantero en su búsqueda. Esa imagen me parecía muy graciosa, tanto como a mi hermano. Extrañamente, lo recuerdo como un momento caluroso en el extendido frío de esos dos meses.
          Me contaba que la enterró. La envolvió en una sábana blanca. Pensaba que no era suficiente. Pensaba en las piedras, en lo frío de las piedras. Pensaba en el odio que tenía en su vecino. No me miraba, pero relataba con una voz calmada, suave y fluida. Me recordaba el calor: ¿te acuerdas que se devolvían a la casa por el frío del patio?, me preguntó. No le asentí, porque no me pareció que era una pregunta que buscara respuesta. Iba a ser un día como cualquiera, me decía. Mi primera lágrima vino acompañada de la pregunta más sincera que he escuchado: ¿Por qué las dejé salir? Al menos, ¿por qué no las dejé salir cinco minutos después, o antes? ¿Por qué justo en ese instante?
          El rostro de la muerte, el rostro del vecino que la llevaba en sus brazos, con la boca llena excusas y el hocico lleno de sangre. No podría, ni aunque quisiera; no quería, aunque pudiera quererlo. Nada le importaba, porque mi hermano sabía que sobre esto no se puede hablar. Más vale callar. Por eso, calló. Pasé dos horas sentado sobre la tierra fresca, me decía. Comenzó a llover y un espasmo inconsciente lo invadió: tengo que entrarlas, se dijo. Se dio cuenta, se levantó, tomó la pala, se entró. Lo seguía la otra de las perras, la de pelaje negro. Miró por la ventana, desde el calor hacia el frío. Pensó en una gota, una gota que chocaba con la tierra, que la traspasaba, que bajaba por una piedra y por otra hasta hacer contacto con la sábana, y con ella. Pensaba en esa gota fría, en esa maldita gota fría, en el maldito vecino, en la maldita mañana. Pensaba en las injusticias del mundo, pero pronto volvía: ¿Por qué la dejé salir?, me dijo con una voz que esperaba una respuesta. Su voz se convirtió en mi ahogo.