martes, 23 de diciembre de 2014

Umbra, séptimo demonio.


Ambos pensaban en lo mismo. Si hubiesen tenido dotes telepáticos, se hubiesen impresionado, la sorpresa sin dudas los hubiese hecho reír. Mirando el jacarandá, ambos pensaron en la oscuridad que lo envolvía: “De noche, pierde su magia”, se dijo cada uno, por separado, en silencio. Sin embargo, se miraron tras decirlo: como si se hubiesen escuchado. De hecho, cada uno intuyó que el otro pensó lo mismo, y se alegraron por separado.
            El jacarandá era una sombra, una excepción a las breves luces que sobrevivían en la noche. El jacarandá era la sombra de un jacarandá, era una silueta. Las luces no iluminaban todo, producían sombra. Ellos tampoco eran ellos: también eran sombras, tan sombrías como el árbol. De hecho, no se miraban: intuían mirarse. Sabían el espacio de oscuridad que el otro ocupaba. La oscuridad era la habitación en la que estaban.
            Durante la noche, cambiaron de posición. Seguía oscuro. Ahora miraban la muralla que, iluminada por las excepcionales luces, proyectaba las ramas del jacarandá. Parecía una proyección cinematográfica: la danza del árbol, el jacarandá y la noche. Las ramas iluminaban con oscuridad la muralla blanca. Capturados por la experiencia, no se miraron, aunque sabiendo que el otro estaba al lado.
            Tapados por la sábana, solo se veían luces repentinamente: la se iluminaba y los rostros mutuos parecían intermitentemente. Ambos pensaron que el rostro del otro era, de alguna manera, el jacarandá. Los roces aleatorios entre una mano y otra, entre una pierna y un brazo, convertían la situación en un juego sin reglas: sin ganadores, sin estrategias.
            Una manta negra cubría ambas cabezas. Un abrazo unía ambas sombras, las unía a su vez con la sombra que lo iluminaba todo. La sombra, ahora, era la de una manta y de un árbol. La forma se perdía, siempre se pierde la forma y eso es lo correcto: una noche no tiene forma, una noche no tiene horizonte: nunca hay día tras la noche, nunca hay luz tras la sombra, nunca hay uno tras dos.

sábado, 13 de diciembre de 2014

Magno, sexto demonio.


Aunque siempre nos reíamos de los cobardes, estábamos profundamente nerviosos. Seguía mi turno y todos me miraban con el rostro de los muertos que miran al vivo: una mirada de rechazo, pero del rechazo de un amigo, ese rechazo que sirve para que el otro no pase al lado de los muertos. No querían verme muerto también. Capitán me separa de los muertos y me dice: “No hay que hablarle a la gente, tienes que hablarle a la historia”. Su eco resonaba en mi mirada y se volvía hacia los muertos a darles la mirada silenciosa del reproche. En mi breve soledad, me frotaba las manos y pensaba en el ángel de la historia: me miraba con su cuello torcido y su mirada de muerto de un futuro que quizá no conoceríamos. De mí dependía que todos siguiéramos muertos.
            Recordamos esa anécdota de hace una década con Capitán. “Ahí naciste, Magno”, me sirvió más vino. Pensé en la historia y cómo mi actuación tuvo eco en esta historia. “Nadie pudo creerlo, pero yo siempre lo supe: por eso tu actuación fue la última”. Los demás decían que su tono era mesiánico, pero él siempre me dijo que no era “mesiánico” sino “profético”: “Tú eres el mesías, yo solo sé anunciarlo”. Me sirvió más vino: “Siempre creí que fuiste el mejor, tan inteligente como para entrar al partido: se necesitan libre pensadores que sepan trabajar en equipo… Pero la universidad hace lo suyo con mentes jóvenes. Ahora necesitamos líderes, necesitamos filósofos: tú tienes ambas cualidades, eres Magno”. Me servía más vino: “¿Quieres ser escritor? ¿Político? ¿Poeta, filósofo? Tienes talento para cualquiera, para todas: eres Magno”, me decía Capitán. Parecía un simple ejercicio de psicología inversa, visto desde afuera. Pero yo lo conozco: era otra burla, era la misma burla.
            Después de haber dado ese discurso y haber obtenido el campeonato, los jueces se me acercaron: “¡Brillante!”, me gritó desde lejos el presidente del jurado, abriéndose paso por entre sus símiles: todos vestidos con un traje azul uniforme, que los diferenciaba exclusivamente el forro interno: el forro del presidente era rojo y junto a los demás nos habíamos reído de ese toque de mal gusto antes de la final. Entre nosotros intercambiamos risas cómplices tras constatar que el del forro rojo era el presidente, aunque de nuestras sonrisas no participaba Capitán. Los demás celebraban, sonreían, alzaban la copa. Yo recibía los halagos del jurado mientras desde lejos veía a Capitán esperándome. “Cuando te miraba, muchacho, era como mirar a un ángel hablando”, me sonreí, intenté que Capitán me mirara, esperaba que hubiese escuchado eso. “Estuviste brillante… No, brillante es muy poco: estuviste magno”. Afuera llovía. En la escalinata esperaba que escampara para irme con los muchachos a celebrar, sin la compañía de Capitán, que siempre se retiraba a su casa o a la sede del partido a trabajar. Pensamos que ya se había ido, de hecho. Quise ir al baño antes de marchar, aprovechando que pasara la fantasmal lluvia que humedecía la ciudad. Capitán estaba en el baño y solo me habló a contraespejo: “Le gustaste a los señores, eres de su gusto, igual que el forro rojo del traje. El halago es la forma de mantener muertos a los muertos, Magno”.

lunes, 8 de diciembre de 2014

Hadewijch, quinto demonio.


Al no reconocer el techo, mi techo, me asusté. Ese temor que no dura una fracción de tiempo, que solo es una punzada atemporal. Pronto recordaría por qué no reconocí ese techo, pero mientras estaba en ese espacio de temor, me gritó desde fuera de la habitación que si estaba despierto. Tardé una reflexión en responder que sí: “¡Sí!”, tuve que decir por segunda vez. La reflexión que tardé fue si acaso había dormido con ella o no: miré la cama y el desorden de las sábanas era tan ambiguo que podía ser que dormimos juntos y ella tuvo un sueño calmo, o que yo tuve un sueño desordenado. Intenté recordar, pero no lo logré.
            “Vamos de salida, me vas a acompañar”, me dijo pasándome una toalla. Al borde de la cama miraba por la ventana: había sol que iluminaba sin calor, corría viento. Recordé algo de mi sueño: soñé con ella y que estábamos en un muelle, era de tarde, previo al ocaso. Mirábamos y reconocíamos las estatuas que salían del mar: recordaba nítidamente una de Ganesh, a la que yo insistía en decir que era la estatua de la libertad.
            Mientras íbamos en el auto, no me atreví a preguntarle si dormimos juntos, porque de alguna manera me parecía evidente que sí. Su vestido blanco hacía rebotar la luz del sol en mis lentes. Tenía resaca, aunque intenté disimularla. “Estamos llegando, por cierto. Es una misa”, me dijo. Me pareció un panorama divertido, sin pensarlo: una misa, un ritual, liturgia, velas, cantos, disciplina, vitrales, sentarse, pararse. Imaginé jardines y calma. Era una resaca perfecta, pero también un momento de silencio junto a ella. No hablamos hasta llegar: una iglesia montada en la cima de una colina. El camino de llegada era único, rodeado de rosales. Las escalinatas de piedra parecían calientes, por el impacto del sol acumulado durante la mañana. Subían junto a nosotros unos clérigos, siguiendo un ritmo determinado, casi aprendido, claramente sincronizado. Uno de ellos se detiene, desarmando la sincronía, para saludarla. Lo saludo y me alejo mientras ella se queda conversando con él y otro clérigo que se uniría al instante. Me alejé, pasando por entre la abertura de un rosal. Caminé por el pasto. A lo lejos, casi detrás del edificio que hacía las veces de iglesia veía un árbol, que parecía ser un jacarandá. “¡Ven! Ya va a empezar”, me gritó animosa.
            Era un rito especial, no era una simple misa: era un ritual de cosecha, o algo así. Se celebraba el cambio de ciclo, la llegada de la primavera: “Qué premoderno. Celebrar la naturaleza. Es premoderno”, le dije y me hizo callar. Aunque se rió. Eso me importaba, que se riera. Detrás del altar había un ventanal transparente. Mientras miraba las coreografías que ocurrían en el altar, yo intentaba mirar más allá, a ver si alcanzaba el jacarandá. Intercalaba miradas entre el ventanal y ella. Intercambiábamos sonrisas. Me sentí como en el Edén, por un espacio, un espacio similar al del temor del despertar, un espacio que no es de tiempo.
            Dado que no logré dar con el jacarandá durante la misa, mi intención era ir a verlo apenas saliéramos de la iglesia. Pensé que pude haberlo imaginado. No quise contarle del jacarandá para no quedar como loco. Le propuse que diéramos la vuelta a la colina. Una sensación de temor se apoderó de mí mientras conseguía la perspectiva para mirar el árbol. El árbol estaba allí: nos sentamos bajo su sombra. Estábamos en silencio, a la sombra del jacarandá. Pensé en contarle sobre el temor de no reconocer el techo. Pensé en contarle sobre el sueño y Ganesh. Pensé en contarle sobre la existencia de este árbol. La miré y me miró, me miró como sabiendo del techo, Ganesh y el jacarandá.