Aunque siempre nos reíamos de los cobardes,
estábamos profundamente nerviosos. Seguía mi turno y todos me miraban con el
rostro de los muertos que miran al vivo: una mirada de rechazo, pero del
rechazo de un amigo, ese rechazo que sirve para que el otro no pase al lado de
los muertos. No querían verme muerto también. Capitán me separa de los muertos
y me dice: “No hay que hablarle a la gente, tienes que hablarle a la historia”.
Su eco resonaba en mi mirada y se volvía hacia los muertos a darles la mirada
silenciosa del reproche. En mi breve soledad, me frotaba las manos y pensaba en
el ángel de la historia: me miraba con su cuello torcido y su mirada de muerto
de un futuro que quizá no conoceríamos. De mí dependía que todos siguiéramos
muertos.
Recordamos
esa anécdota de hace una década con Capitán. “Ahí naciste, Magno”, me sirvió
más vino. Pensé en la historia y cómo mi actuación tuvo eco en esta historia. “Nadie
pudo creerlo, pero yo siempre lo supe: por eso tu actuación fue la última”. Los
demás decían que su tono era mesiánico, pero él siempre me dijo que no era “mesiánico”
sino “profético”: “Tú eres el mesías, yo solo sé anunciarlo”. Me sirvió más
vino: “Siempre creí que fuiste el mejor, tan inteligente como para entrar al
partido: se necesitan libre pensadores que sepan trabajar en equipo… Pero la
universidad hace lo suyo con mentes jóvenes. Ahora necesitamos líderes, necesitamos
filósofos: tú tienes ambas cualidades, eres Magno”. Me servía más vino: “¿Quieres
ser escritor? ¿Político? ¿Poeta, filósofo? Tienes talento para cualquiera, para
todas: eres Magno”, me decía Capitán. Parecía un simple ejercicio de psicología
inversa, visto desde afuera. Pero yo lo conozco: era otra burla, era la misma
burla.
Después
de haber dado ese discurso y haber obtenido el campeonato, los jueces se me
acercaron: “¡Brillante!”, me gritó desde lejos el presidente del jurado,
abriéndose paso por entre sus símiles: todos vestidos con un traje azul
uniforme, que los diferenciaba exclusivamente el forro interno: el forro del
presidente era rojo y junto a los demás nos habíamos reído de ese toque de mal
gusto antes de la final. Entre nosotros intercambiamos risas cómplices tras
constatar que el del forro rojo era el presidente, aunque de nuestras sonrisas
no participaba Capitán. Los demás celebraban, sonreían, alzaban la copa. Yo
recibía los halagos del jurado mientras desde lejos veía a Capitán esperándome.
“Cuando te miraba, muchacho, era como mirar a un ángel hablando”, me sonreí,
intenté que Capitán me mirara, esperaba que hubiese escuchado eso. “Estuviste
brillante… No, brillante es muy poco: estuviste magno”. Afuera llovía. En la
escalinata esperaba que escampara para irme con los muchachos a celebrar, sin
la compañía de Capitán, que siempre se retiraba a su casa o a la sede del
partido a trabajar. Pensamos que ya se había ido, de hecho. Quise ir al baño
antes de marchar, aprovechando que pasara la fantasmal lluvia que humedecía la
ciudad. Capitán estaba en el baño y solo me habló a contraespejo: “Le gustaste
a los señores, eres de su gusto, igual que el forro rojo del traje. El halago
es la forma de mantener muertos a los muertos, Magno”.
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