sábado, 13 de diciembre de 2014

Magno, sexto demonio.


Aunque siempre nos reíamos de los cobardes, estábamos profundamente nerviosos. Seguía mi turno y todos me miraban con el rostro de los muertos que miran al vivo: una mirada de rechazo, pero del rechazo de un amigo, ese rechazo que sirve para que el otro no pase al lado de los muertos. No querían verme muerto también. Capitán me separa de los muertos y me dice: “No hay que hablarle a la gente, tienes que hablarle a la historia”. Su eco resonaba en mi mirada y se volvía hacia los muertos a darles la mirada silenciosa del reproche. En mi breve soledad, me frotaba las manos y pensaba en el ángel de la historia: me miraba con su cuello torcido y su mirada de muerto de un futuro que quizá no conoceríamos. De mí dependía que todos siguiéramos muertos.
            Recordamos esa anécdota de hace una década con Capitán. “Ahí naciste, Magno”, me sirvió más vino. Pensé en la historia y cómo mi actuación tuvo eco en esta historia. “Nadie pudo creerlo, pero yo siempre lo supe: por eso tu actuación fue la última”. Los demás decían que su tono era mesiánico, pero él siempre me dijo que no era “mesiánico” sino “profético”: “Tú eres el mesías, yo solo sé anunciarlo”. Me sirvió más vino: “Siempre creí que fuiste el mejor, tan inteligente como para entrar al partido: se necesitan libre pensadores que sepan trabajar en equipo… Pero la universidad hace lo suyo con mentes jóvenes. Ahora necesitamos líderes, necesitamos filósofos: tú tienes ambas cualidades, eres Magno”. Me servía más vino: “¿Quieres ser escritor? ¿Político? ¿Poeta, filósofo? Tienes talento para cualquiera, para todas: eres Magno”, me decía Capitán. Parecía un simple ejercicio de psicología inversa, visto desde afuera. Pero yo lo conozco: era otra burla, era la misma burla.
            Después de haber dado ese discurso y haber obtenido el campeonato, los jueces se me acercaron: “¡Brillante!”, me gritó desde lejos el presidente del jurado, abriéndose paso por entre sus símiles: todos vestidos con un traje azul uniforme, que los diferenciaba exclusivamente el forro interno: el forro del presidente era rojo y junto a los demás nos habíamos reído de ese toque de mal gusto antes de la final. Entre nosotros intercambiamos risas cómplices tras constatar que el del forro rojo era el presidente, aunque de nuestras sonrisas no participaba Capitán. Los demás celebraban, sonreían, alzaban la copa. Yo recibía los halagos del jurado mientras desde lejos veía a Capitán esperándome. “Cuando te miraba, muchacho, era como mirar a un ángel hablando”, me sonreí, intenté que Capitán me mirara, esperaba que hubiese escuchado eso. “Estuviste brillante… No, brillante es muy poco: estuviste magno”. Afuera llovía. En la escalinata esperaba que escampara para irme con los muchachos a celebrar, sin la compañía de Capitán, que siempre se retiraba a su casa o a la sede del partido a trabajar. Pensamos que ya se había ido, de hecho. Quise ir al baño antes de marchar, aprovechando que pasara la fantasmal lluvia que humedecía la ciudad. Capitán estaba en el baño y solo me habló a contraespejo: “Le gustaste a los señores, eres de su gusto, igual que el forro rojo del traje. El halago es la forma de mantener muertos a los muertos, Magno”.

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