jueves, 25 de enero de 2018

Leer en la espera.

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Leer es esperar, esperar una chispa que puede no llegar. Una chispa que nace de la más mínima anécdota y nos obliga a tomar con fuerza el hilo de todas esas horas que, de cualquier manera, serían horas botadas al tacho de la basura. Mi abuela que contaba que la suya siempre le quitaba los libros al son de un reproche: «leer es para holgazanes». Era una época en que ser holgazán era mal visto y la cultura era lejana de los campos. Pero mi abuela —algo que, probablemente me heredó— era una holgazana. La veía mirarme mientras yo leía y algo en su gestualidad me hacía interpretar esas miradas como las de su abuela, porque al final uno siempre se pone del lado de los reprochadores, uno siempre termina por entender a quien le da un reproche. Y es que dedicarse a leer es una maldición, porque no hay progreso, no hay autos deportivos ni chaquetas de cuero, a menos claro que uno lea para. Hay los que leen para aprender a arreglar vehículos, hay los que leen para cocinar ciertas recetas, hay quienes leen para enamorar al ser amado. Pero leer como mi abuela, sin un para, es una maldición, porque uno se siente como el gato que duerme todo el día, no como fin en sí mismo ni como medio para obtener otra cosa, sino que duerme para demostrar al resto que puede dormir.

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La casa, construida por mi abuela ladrillo a ladrillo, era un cubo de dos pisos. Una casa pequeña en un barrio pobre, antiguo y digno. Era una casa azul, con una escalera externa de pasamanos blancos. La ventana de mi habitación daba al patio: una simple carpeta de pasto verdoso de la misma extensión que la altura de la casa, en cuyo centro florecía una modesta fuente donde ningún pájaro se atrevía a aterrizar, dada la abundancia de gatos. El tiempo que dediqué a leer los Pensamientos de Pascal coincidió con la participación de cinco gatas en nuestra reducida vida familiar: dos eran hermanas, las otras tres eran hijas. Electra era madre de Medea, Lavinia y Edipo; Antígona, hermana de Electra, fue esterilizada a tiempo para no dar a luz. Mi abuela, quien cursaba la plena juventud de la vejez, me decía que eran las reencarnaciones respectivas de su madre, sus hermanas y su hijo mayor. Yo no me reía de esas creencias, porque cada vez había más detalles para fortalecer esa tesis. Mis tardes pasaban entre mirar libros y desviar la vista para observar el jugueteo de los gatos, ya sea entre ellos, contra algún ave que volaba bajo, o produciendo el tormento de alguna inconsciente lagartija. El sol se enfocaba en sus barrigas, haciendo parecer que la vida les pasaba con alguna razón. Muchas veces, por cierto, yo me sentía igual a ellas: leer era mi invento para decir que el día fue provechoso.

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Hay tardes en que no leía por intentar descifrar las relaciones entre las gatas. La enemistad fraterna entre Electra y Antígona era evidente: ninguna abandonaba la casa, pero si se topaban de frente, irse a las garras era inevitable. Las otras tres apoyaban a su madre, hasta cierto punto, porque eran sometidas al igual que su tía. Electra era la más grande de las gatas, Antígona la más liviana. Sus rutinas se repetían con persistencia, aunque con un margen necesario de innovación: comían cerca de la fuente, bebían de ella; intentaban cazar algún pájaro desprevenido; se subían, de a una, al árbol del fondo; dormían barriga al sol; comían nuevamente; subían al techo de la casa. Cuando estaban en el techo, sobre mí, perdía el hilo de mis análisis, por lo cual siempre mi observación sería oscura en ese punto. Antígona era, para mi análisis, una especie de protagonista. Por una parte encarnaba a mi madre, según mi abuela; por otra, era la única que me visitaba y se sentaba en la ventana, mirándome como yo leía. La quería, porque me miraba gratuitamente, y yo la acariciaba, también gratuitamente. A veces, bajaba con ella en brazos, para sentarnos al sol y descansar de nuestros roles de lector-holgazán y gata-observadora.

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Las prácticas de Antígona eran simples y rutinarias, por lo que aquella mañana en que no llegó a comer fue como recibir una carta negra. Fue una larga tarde, pensando en si volvería o no. Pensando en que volvería, pero preguntándome por qué no llegaba, por qué no vino a comer, por qué no vino a tomar el sol. Me preguntaba hasta cuándo debía esperarla, si debía salir a buscarla. Los gatos van y vienen, no puede tenérselos amarrados, saltan techos y abandonan sus hogares si encuentran otro. Me preguntaba hasta cuándo debía esperarla, si acaso debía seguir leyendo y, simplemente, llegaría se posaría en el marco de la ventana y me miraría leer. Me preguntaba si llovería, porque esa tarde se nubló, si acaso debía esperarla o salir a buscarla. Antígona era una gata cariñosa, no como las otras cuatro, por lo que era raro que no haya bajado a la fuente durante todo el día. No lo había hecho, y me preguntaba si debía hacerme de la idea de que ya no volvería o no. Si acaso la atropellaron, si acaso la secuestraron, o si está atrapada en un árbol o en un entretecho. Pensé subirme al techo a mirar, pero no sabía si debía hacerlo: la verdad es que no quería alarmarme, ni alarmar a las demás gatas, ni a mi abuela. No quería hacer del tema un problema, para que luego Antígona llegara y todo hubiera sido en vano. Desde mi ventana veía a Electra sentada en la rama del árbol, a Lavinia durmiendo abrazada con Medea, mientras Edipo las miraba. Todos eran nombres sugeridos por mi abuela, personajes de sus tragedias favoritas. La rutina de Antígona era fuerte y que no haya vuelto marcaba una ruptura inevitable en el día: el día se volvió una especie de paréntesis, un día en suspenso, esperando un final que quizá no llegaría. Llegó la noche y Antígona aún no llegaba, lo que hacía el asunto más raro. Antígona tenía un collar negro con perlas plateadas, que combinaba con su pelaje mezcla de blanco y negro. Me quedé toda la noche mirando hacia la oscuridad, a ver si brillaba alguna de las perlas, o si su pequeño cuerpecito se posaba en mi venta. No había leído en todo el día, y pensaba no hacerlo hasta que volviera, si es que volvía.

miércoles, 24 de enero de 2018

Extracto de "Discursos de los no vencidos"

Traducción de Nicolás Ried.

El poeta ya lo dijo: la corona laureada no llega cuando nos sirve para seducir a la dama de labios morados, sino cuando es inútil, en la vejez, como si fuese tierra arrojada en el rostro por nuestro propio sepulturero. Y puede que, incluso en ese momento, la Fortuna nos siga siendo esquiva: hay quienes celebran la derrota, para aparentar desinterés; como hay quienes la persiguen de frente, intentando seducirla con determinación.
          Ya lo dijo el canciller: Fortuna sólo guiña el ojo a los preparados. Los virtuosos se preparan toda la vida para un momento que no llegó; los suertudos no saben abrir el cofre que conserva su divinización. Pocos son los que pueden parar el rayo que los sepulta para erigir a un costado de su cripta el monumento más duradero que el bronce.
          Es que hay veces en que, como decía el campeón, dos pasos hacia atrás significan luego tres hacia adelante. Hay veces, claro, en que una derrota no es más que eso. Eso es lo que ustedes, jóvenes, deben evitar: creer que sus derrotas son victorias simbólicas, triunfos secretos o ganadas malinterpretadas. 
          Como escribió el filósofo: a veces, la mejor manera de ganar es dejarse vencer. Pero hay que estar atentos, porque nunca hay que perder de vista lo más evidente: el que se deja ganar, pierde. Celebrar íntimamente una derrota no es sólo engañarse, sino mentirle a la Fortuna.
          Hay vencedores, hay vencidos. Lo importante es entender que unos y otros son simples roles en un gran teatro de moribundos y reyes, de sirvientas y guerreras, de perros y pájaros cantores. Porque hay vencedores, hay vencidos y, al fondo, están los no vencidos. Son esos últimos los que entienden el valor de ser rey, perro y sirvienta a lo largo de una misma noche.