martes, 7 de febrero de 2017

Tenis.

Un recientemente editado libro con ensayos de David Foster Wallace, El tenis como experiencia religiosa, me ha reconciliado con el deporte blanco. Y “reconciliado” es la palabra con la que DFW consiguió cautivarme. La utiliza de manera vistosa en dos momentos de su segundo ensayo, Federer, en cuerpo y en lo otro, donde sostiene que el tenis representa una “belleza cinética” que nos muestra de manera efectiva la bendición de tener cuerpo ante la la maldición de padecerlo: nos reconcilia con el hecho de tener un cuerpo al mostrarnos la belleza de movimientos dibujados por las deidades del tenis, en específico Roger Federer. La segunda vez que utiliza la reconciliación como objeto de belleza es a propósito de la inspiración que los jóvenes talentos pueden obtener de Federer, quien vence a la brutalidad y la fuerza del tenis moderno con la sutileza y elegancia de una divinidad: esta experiencia es reconciliatoria entre nosotros y el uso de nuestros cuerpos, es el paso del dolor al éxtasis.
          Una reconciliación está precedida por un momento de separación dramática. La figura de esta separación es la del gesto de rotar la cabeza, cerrar los ojos bruscamente y abrazar la cabeza con un brazo para anular definitivamente la vista de lo que tenemos al frente, a la vez que alejamos ese objeto con un brazo extendido. Ese gesto tiene por objeto una imagen atroz, pero que sólo fue atroz de manera repentina, o más bien: siempre lo fue, pero caímos en cuenta de su asquerosidad en el acto, como sería estar comiendo bichos y caer de cuenta mientras el bolo alimenticio baja por la garganta. La reconciliación del cuerpo que sugiere DFW está dada por el hecho de tener un cuerpo y padecer todas sus cargas, como son el dolor, el paso del tiempo o la torpeza, pero contemplar su belleza un instante (en lo que el autor llama “Momentos Federer”).
          Mi reconciliación está dada por el hecho de no haber conocido a mi padre sino hasta que era mayor de edad, pero a la vez haber vivido una infancia en que él estaba presente de manera imaginaria por la vía del tenis. Mis cumpleaños se destacaban por pelotas de tenis y raquetas Dunlop que estrenaba con mi hermano (que no es mi hermano en estricto sensu, sino lo que un angloparlante se daría en llamar “bro”, dado que no tenemos vínculo biológico más que el de primo/tío en quinto grado), jockeys y muñequeras Nike que me hacían sentir un mini Sampras, o afiches de Agassi autografiados. Sin haber visto nunca a mi padre, sabía que él era una autoridad en tenis. Era el director de la revista más importante de tenis en el país, precisamente en el momento en que el tenis fue el deporte que mayor interés suscitaba gracias a Marcelo Ríos. La revista llamaba enormemente mi interés, tanto por los nombres que en ella aparecían (Mark Philippoussis, Serena y Venus Williams, John McEnroe, Pete Sampras, Leyton Hewitt, Martina Hingins, Boris Becker, y otra veintena) y que me producirían un ruido instintivo hasta la fecha, como también por el hecho de que alguien pudiera levantar una revista por sí mismo. Eso motivó a que de niño mi juego favorito fuera el crear libros o revistas, pero también el hecho de saberme cercano al tenis. Lo anterior, se coronaba con que mi hermano -diez años mayor que yo- se volviera un fanático del tenis. Mirar tenis los fines de semana por la mañana e ir a jugar a una cancha pública por las tardes nos hizo matar el sol que quemaba sobre nosotros. Yo jugaba con las raquetas que mi padre encarnaba y me sentía bendecido por un misterioso talento innato.
          Sentía que el tenis era el fruto que el árbol de la genealogía me daba. No conozco si acaso sufro algún déficit producto de la ausencia paterna, pero sí la figura paterna fue reducida a pelotas, raquetas y nombres. Muchas veces confirmé el mito que mi madre me relataba sobre el padre por fuentes indirectas que me relacionaban a él sin que yo dijera mucho sobre el tema. Extrañamente formé amistades con hijos e hijas de amigos suyos que no pudieron sino subrayar el asunto. Y como asunto, no podía sino transformarse en un issue juvenil que estallara en un desprecio por el símbolo del tenis. Y el tenis, junto con desaparecer del mapa nacional, desapareció de mi campe semántico. Desapareció con el gesto previo a la reconciliación que bien podría ser descrito como un trauma, pero más justamente debería ser catalogado como un resentimiento.

          Y es la quirúrgica, microscópica y obsesiva escritura de DFW la que estimula mi mirada reconciliatoria (porque DFW escribe como si tuviera una enfermedad en el cerebro que le impide olvidar detalles). Es DFW el que logra hacer del tenis un deporte, a la vez que un objeto contemplativo. Ya no es ese templo sagrado y elitista que pocos aprecian por sus formalidades ridículas, y tampoco es el recuerdo vergonzoso de sentirme en un Grand Slam que resultaría ser falso, sino que es un bello conjunto de experiencias que pueden ser descritas, con lo cual puedo voltear la cabeza, abrir los ojos y bajar los brazos para mirar de frente en YouTube los mejores puntos que Federer le convirtió a Nadal en cancha de pasto.

miércoles, 1 de febrero de 2017

Extracto de “Manual para afrontar el cielo y el fracaso”.

Traducción y notas por Nicolás Ried.

I

La expresión japonesa “Nintendo” (任天堂) sintetiza de manera espléndida nuestro objeto de estudio: “Deja tu suerte al cielo”. El cielo, fuente de calor, luz, estrellas y avistamientos poco serios,  es también la fuente de todo fracaso. 

[…]

[Nota del Traductor: El pasaje II no sobrevivió al incendio que afectó a la biblioteca que contenía el único ejemplar de este manual. Por referencias externas al presente, sabemos que este segundo pasaje hacía referencia al calor y cómo se diferenciaba de otros tipos de energía provenientes del cielo, como por ejemplo la luz de los planetas y las estrellas. También contenía una breve referencia a la luz proveniente de los ojos de los muertos.]

III

El calor, en nuestro caso, no es un mal que destruya específicamente tus intenciones desde el cielo: no es el antiguo rayo de Zeus que, forjado por los cíclopes, tenía escrita tus iniciales en su punta y acabaría con tus deseos desde su origen hasta su esplendor. El calor es esa forma de destrucción lenta e imperceptible que, después de un tiempo, provoca que sea olvidada como destrucción y sea recordada como un antiguo monumento a lo triste de nuestros tiempos y que nunca fue de otra manera. 

IV

Y es por eso que ya no tenemos el mismo cielo que el de los amantes que se regalaban constelaciones o el de los líderes que proclamaban que, ante el cielo, éramos todos iguales. Nuestro cielo ya no nos entrega constelaciones sino OVNIs: la constelación, pétrea y sempiterna, permite la guía de los navegantes, de esos que sin tener un rumbo viajan en busca de tierras inexploradas; el OVNI, en cambio, es la prueba del fracaso de la suerte proveniente del cielo, ya que en una mezcla entre contaminación lumínica y falta de imaginación, se nos aparece una luz que vacila de aquí a allá mostrándonos que ya no hay astrología posible. El OVNI viaja de un lugar impensado para decirnos que somos un lugar que no es digno de ser visitado, como si el rayo de Zeus se arrepintiera de destruir nuestro destino. El OVNI es la prueba de que en el cielo no hay suerte, al menos no hay buena-suerte. Porque, claro, que los cíclopes hayan forjado el rayo que destruirá tu vida habla de un tiempo divino que fue utilizado en tu contra, de una declaración de dignidad por parte de los dioses, algo que el OVNI no se da el tiempo. [N. del T.: La expresión “OVNI” es contemporánea, aunque precisa considerando la expresión original del autor.]

V

Con todo, es pertinente la pregunta que se hacía uno de los más grandes pensadores del siglo XI: ¿Qué es una nube? Por cierto, una nube no es lo que algunos han dado en llamar “la antítesis del Sol”, a pesar que hay estudios que dan por cierta esta tesis: muchos niegan que el Sol y las nubes sean opuestos por un error de categoría, ya que la estrella mayor nada tiene que ver con los gaseosos ejemplares, no obstante se ha argumentado que las estrellas no serían más que gases en una densidad tal que no lo parecen. Mas, dejando de lado esa discusión de expertos, aquí nos queda situar a las nubes en la página de aquellos obstáculos de la luz, de aquello que no permite mirar al Sol ni a las estrellas. Y, aunque un obstáculo, la nube es la causa y la señal de toda lluvia […] [N. del T.: Este fragmento perdido se estima que cerraba en pocas palabras el presente apartado.]

VI

Hay un lugar donde podemos estar bajo la lluvia y a la vez no. Todo quien haya estado en un paraje plano del sur de América o del norte de Escandinavia, podrá haber visto desde lejos cómo se forma una densa nube que produce en acto una lluvia robusta. No hace falta tener mucha imaginación para pensar en pararse justo en el límite en que esa lluvia deja de mojar. Ese lugar privilegiado es la coordenada perfecta para entender lo que significa la enajenación presente en los tres grandes estados emocionales por excelencia, a saber: el enamoramiento, el entendimiento y la fe.

VII

Podemos retomar y decir que una nube es una salvación de la creencia en el cielo. Es un milagro que nos impide caer en la mirada los seductores ojos estelares que nos incitan a arrojar nuestra fortuna en sus formas, luces y movimientos. Por cierto y contra todo instinto, hay quienes buscan el origen y destino de sus males en la forma de las nubes. A este arte, bautizado como “nubología” o “nubiología”, nos queda sólo caracterizarlo como una manera más de incomprensión de lo que significa el cielo, algo a lo que nos referiremos en el apartado XXXIX. [N. del T.: Cabe destacar que los apartados posteriores al XI no se han conservado.]

VIII

Hay quien preguntará por si acaso el viento juega algún rol en esta lectura sobre el cielo. Sabido es que las nubes son movidas por el viento, mas las estrellas lo son por la gravedad, con lo cual una pregunta aquí es primordial: ¿Qué es lo que al cielo mueve? Una pregunta anterior, por tanto, sería la de si acaso es la estrella o la nube el protagonista de aquello que hemos dado en llamar “El Cielo”. Para resolver esa interrogante, es preciso estudiar el siguiente caso: un soldado que escapó de la batalla fue a dar a los espesos bosques anteriores a la ribera del Danubio. Obcecado por su alta traición y lo que ello implicaba moral y jurídicamente, miraba al cielo cada noche al prepararse para su descanso y contemplaba cómo las nubes se retiraban para dar paso a las estrellas. La mayor parte del día el soldado miraba los arbustos ricos en setas o esperaba sin parpadear la salida de un conejo de su cueva, por lo que sólo en la noche podía mirar el cielo que le regalaba un claro del bosque y contemplar la retirada de las nubes que daban paso a las estrellas. Tras semanas de supervivencia mediocre, el soldado pudo aparecerse en una ciudad en la que no podrían reconocer su traición, siendo ese lugar donde miró el cielo de día por primera vez en semanas. Ese hecho le produjo una extraña sensación de alegría, que desembocó al proferirle a un peregrino: “Te has fijado, si no fuera por estas nubes podríamos apreciar las estrellas durante el día”.

[…]

[N. del T.: El pasaje IX se ha perdido de manera íntegra, pero por referencias de la época sabemos que en él se daba una interpretación del caso del soldado traidor. Concluye el autor que el movimiento del cielo está dado por un motor superior al viento o la gravedad.]

X

No nos sería posible avanzar sin responder a la famosa crítica que el Prestigioso Letrado del Norte nos haya hecho en más de una ocasión. ¿No será que, en nuestra incomprensión del mundo nipón, entendemos la noción “cielo” como algo, siendo que ella es nada? Esta pregunta podrá revolvernos una y otra vez el cerebro si no la tomamos con la seriedad que amerita. Lo que nos señala El Prestigioso es que podrá ser el caso que nuestro destino esté arrojado a un sinsentido, ya que sobre el cielo no haya un jugador ni de ajedrez ni de otro juego adversarial. Podemos imaginar que sobre el cielo haya cosa alguna, pero esa ausencia de cosas sería precisamente aquello a lo que llamaríamos “El Cielo”. Con todo, las respuestas en este punto son banales, toda vez que el cielo no es causa de nuestro destino, sino su manifestación más clara. Bajo la lectura de El Prestigioso, la frase mandatoria nipona sería leída como “Deja tu suerte a la nada”.

XI


Bien podemos, en esta altura, decir algo sobre cómo enfrentar esa infinita mordedura de la que no nos libraremos sino con la ingenuidad del soldado traidor: el cielo es aquello que todos queremos pensar como inexistente, siendo eso lo que nos hace iguales bajo el mismo y bastardos de sus decisiones.