jueves, 18 de junio de 2015

Culpa.

Hoy vi a tu ex. Recuerdo cuando me contabas que no podías dejar de ver su blog, antes de conocerla. Que te producía una sensación erótica culpable el hecho de escribir sobre la dirección de una página porno el nombre de su blog. Algo del porno seguía presente en el espionaje a su escritura. A pesar de ser un blog público, me decías, era algo privado de ella. Finalmente no te importaba y lo hacías de todas maneras, aunque algo de la culpa inicial persistía.
            Cuando la conociste, nada de eso cambió. Seguías escribiéndola encima de otra cosa. No lograste terminar tu relación anterior y la ponías a ella. Amigo, yo te decía que eso estaba más allá del bien y del mal, pero que conociéndote, te produciría culpa. Culpa, no por ella: culpa por ti. Sé cómo terminas tus relaciones. Hoy la vi, y recordé cómo fue su final. Un final que no termina. Pero la vi y está ahí, siguiendo una vida propia que, aunque te cueste creerlo, lleva sin ti. Hoy vi a tu ex y no pude saludarla, porque tengo lealtades. Me sentiría culpable de saludarla.

martes, 9 de junio de 2015

La risa.

La micro iba vacía, como acostumbra ser en el horario de los descoordinados. Me gusta descoordinarme del baile de la ciudad para, por ejemplo, silbar o leer en la micro. Esta vez leía. Leía un relato erótico entre dos hermanos, de Paul Auster. Me sentía como un niño diciendo groserías sin ser advertido. Una sonrisa me formaba el rostro. De pronto, despego mi vista del libro y miro al frente: ella me mira y ser ríe de mi torpe risa sin sentido aparente. Ella reía más que yo: su risa formaba con mayor presión su rostro.
            El momento de la risa mutua se detiene. Guardo mi libro, para avanzar en el milagroso contacto visual, en el mismo momento en que ella saca un libro propio. Mi experticia editorial me hizo reconocer, casi con certeza, que se trataba de un libro de Roberto Bolaño. Volví a sacar mi libro de Paul Auster con la mayor normalidad que se puede en una micro habitada solamente por alguien con quien se compartió una risa inventada.
            Sentía el peso de su mirada sobre mi libro, sentía el esfuerzo extra por descifrar el título de mi libro. No podía interceptar su mirada, pero sí pude confirmar la autoría de su libro. Efectivamente, leíamos, avanzábamos las páginas, pero a ratos mirábamos por la ventana. Confirmé que mirábamos las mismas cosas, nuevamente, gracias a la risa: era una mañana de otoño y al costado del cerro Santa Lucía había un joven cuya mirada perdida se confundía con las muertas hojas de los árboles cayendo. Por supuesto, ambos pensamos en lo clisé de la escena sin poder creerlo. Nos miramos y nos reímos. Ella se bajó, luego, yo me bajé.

Sueño uno.

Me llevaba de la mano. Miraba su espalda, su trenza. Podía percibir a mi alrededor un bosque, pero la seguía, a paso rápido. Al fondo veía el brillo celeste de un océano. Giré mi vista hacia el bosque por un instante: un montón de brujas cocinaban algo en su caldera hirviente. Intentaba decirle que mirara eso, pero ya habíamos llegado a la costa: el océano parecía una extensa llanura de plata, cuya tranquilidad se interrumpía por docenas de cachalotes saltando. El frío me invadía la espalda con forma de miedo. Un temor que tendía al pánico me incitaba a soltarle la mano. Entusiasmada, me llevaba al mar: me doy cuenta que hay una especie de sendero de piedra hacia el fondo del océano. Me asustaba la claridad amarilla del cielo y el fulgor celeste del mar. Todo tranquilo. Caminábamos más bajo que la superficie del mar, ya caminábamos por un pasillo con muros de agua. A lo lejos, los cachalotes. Seguíamos, caminábamos. Ya lejos, miraba hacia atrás: a lo lejos el bosque, el sendero desaparecía por los rasguños que el mar le daba paulatinamente. Cada vez más cachalotes invadían la superficie del mar. Le rogué que nos devolviéramos. “Ya no se puede”, me dijo.