jueves, 10 de noviembre de 2016

El calor.

Era la calurosa tarde de un funeral. Desde siempre relacioné la literatura con el calor: el sol que producía el enojo de los personajes de Camus, el sofocante encierro del insecto de Kafka o los desiertos sanguinolentos de Bolaño. Esa tarde era caluroso como lo es la literatura, y lo era más por la muerte que la convertía en un horno sublime: mi tío, un intelectual nato, dio su último suspiro en el momento más caluroso de ese verano. Los termómetros marcaban su muerte y nuestra última conversación fue sobre literatura. Me comentaba que el último autor que lo había impresionado era Carver.
          Raymond Carver, me contaba, logró lo que pocos logran: un mito. Lo comparaba con Kafka, y me contaba que Carver tenía un exitoso libro editado como Principiantes, pero que ese no era su libro sino la decisión de su editor personal, quien le había cambiado incluso el nombre a la obra. De qué hablamos cuando hablamos de amor era el nombre original elegido por Carver. Era casi como la petición de Kafka, pero inversa: mientras K rogaba a Max Brod quemar su obra inédita, Carver aceptaba la publicación de un obra editada de modo tal que años después se pudieran publicar ambas como obras distintas. Eso me decía mi tío, en lo que más tarde entendería que era su lecho de muerte.
          Hubo, sin embargo, un momento de lucidez en que no hablamos de literatura. Me dijo que si bien había tenido durante muchos años los libros de Carver en su biblioteca, nunca los leyó. Y de hecho, los que había leído recientemente eran ejemplares nuevos, dado que los antiguos los había perdido ya. Recordó que a mí me gustaba jugar con sus libros, por sus colores, y que el ejemplar de Principiantes que él tenía, era de un color muy llamativo. Con el cariño y la suavidad limitada de un intelectual, me dio la mano y me dijo algo con su mirada, algo que no logré descifrar, pero algo a lo que respondí con otra mirada.
          Esa tarde de calor, andaba de negro, andaba solo, y me molestaba todo. No tanto por venir de un funeral, como por el calor. Cruzando el puente, sobre poblado, vi libros. Me sorprendió entre algunos puestos con obvias y evidentes latas de bebida y cubos de hielo, ver libros. Me acerqué instintivamente, pensando encontrar libros tan obvios como vender bebidas frías durante la tarde más calurosa del año. Para mi sorpresa, no había sólo basura. Trabajar en librerías durante años me dio un ojo del cual puedo jactarme y reconocer la calidad de un puesto de libros de acuerdo a sus colores: por la disposición cromática de los libros, rápidamente puedo determinar las editoriales que pueden llegar a conformar el campo de oferta y así delimitar, a su vez, el contenido de los libros. En esta oportunidad, los colores llamativos, no sólo me produjeron interés, sino una leve reminiscencia hacia la conversación con mi tío. Claro, esa pequeña fuga de luz en un día en que el sol no iluminaba, me hizo soñar con encontrar un ejemplar de Principiantes. No era Principiantes, pero casi: un ejemplar del inédito De qué hablamos cuando hablamos de amor. Tras un breve regateo, el libro era mío y no podía esperar a revisar, a manosearlo, a abrirlo, a eso que hace uno cuando se encuentra desnudo frente al cuerpo húmedo que jamás pensó en follarse.
          Entre tanta ciudad, calor y lágrimas, logré olvidar que llevaba el libro. Al llegar a mi cuarto, olvidé por completo que tenía el libro y me dormí, despertando cuando ya una brisa nocturna me acarició la espalda. Desperté en plena oscuridad, sin saber si era la oscuridad de la mañana o la de la tarde. Me sentí niño una vez más y recordé que tenía una sorpresa. Salté de mi cama a mi escritorio y vi el libro, de un color azul marino. De qué hablamos cuando hablamos de amor. Lo abrí y tenía algunas rayas, pero no eran las rayas de un ávido lector, sino otra cosa. En la primera página había algo escrito, pero no era una dedicatoria. Eran las rayas y letras de un niño. Era un libro que parecía no estar leído, pero sí estaba rayado (esa había sido la advertencia del vendedor, que me lo dejó a un precio rural). Lo cerré y miré por la ventana. Había estrellas y pensé en que esas rayas, esas letras las pude haber escrito yo. Pensé en que podía haber sido un libro del cual mi tío se deshizo y que, mágicamente, llegó a mis manos el día de su muerte. Pensé durante toda esa noche la ruta que este libro debe haber hecho a lo largo de casi 20 años para que nadie lo haya leído y haya mantenido como una reliquia profética mi mensaje desde el pasado. Imaginé cuántas personas desecharon el libro por estar rayado, cuántos se vieron defraudados al comprarlo como nuevo, cuántos lo dejaron en su biblioteca durante años sin que otro niño lo rayara. 
          Finalmente descarté que haya sido el libro de mi tío que yo intervine en mi infancia, ya que mi tío me dijo que él tenía un ejemplar de Principiantes y no de De qué hablamos cuando hablamos de amor.

miércoles, 26 de octubre de 2016

En la oscuridad no hay sangre, o sobre lo dantesco.

Dante creyó estar a prueba, ese fue su problema. Que Beatriz le trazó una ruta que iba desde el Infierno hasta el Cielo, pasando por el Purgatorio, es un problema de Dante. El asunto, visto desde acá, es que a Beatriz no le importaba: todo, incluso la travesía, era un invento de Dante.
          Lo “dantesco” no es un montón de machos cabríos violando vírgenes, o adivinos con el rostro hacia la espalda, ni ríos de sangre llevando gritones con su corriente. Lo dantesco es el engaño. El auto-engaño, precisamente. pero sólo un auto-engaño vale la pena ser catastrado como el último de los pecados: el auto-engaño amoroso. Lo es porque supone una derogación egoísta de las penas correspondientes a la infracción de de las reglas que configuran el Infierno, pero lo es también porque hace del otro un simple títere de nuestros deseos: amar a otro no puede significar convertirlo en un mero conejo, un conejo en una pista de dogos que compiten por cazarlo.
          Y dantesco es el amor. Asumir que el otro, ese especial otro que mueve el mundo con sus alambres hirvientes, es un arquitecto del laberinto que nos separa del Paraíso es triste. Hay formas fáciles de decirlo, pero el asunto es que lo dantesco es la mentira, la mentira a uno mismo: 

dantesco es leer una respuesta en el silencio ante una carta de amor;
dantesco es esperar que alguien te espera tras escupir su corazón;
dantesco es invitar una copa a alguien que no ingiere alcohol;
dantesco es incluir en una orgía a quien te idolatra;
dantesco es divorciarte de tu alma gemela;
dantesco es escribir.

          Y dantesco es apuñalar a alguien en el rincón de los amantes y susurrarle al oído: “En la oscuridad no hay sangre”.

miércoles, 14 de septiembre de 2016

El maestro de los que saben.

Estaba casado. Incluso, tenía tres hijos y un par de divorcios. Pero nunca pude imaginármelo seduciendo a una mujer. Tampoco matando a una. Porque si bien un asesinato es algo particularmente atractivo para un profesor de filosofía, e incluso podrían reconocer cierto placer teórico en matar, uno los imagina como pusilánimes, cobardes y pasivos colaboradores de la miseria colectiva que baña a toda institución universitaria. Por eso, no me lo imaginaba ni coqueteando ni matando, y aunque era mi maestro, no podía hacerme de esas imágenes.
          La mezquindad de la universidad es lo primero que todo estudiante debe aprender: un halago hacia un doctor en lenguas no necesariamente será respondido con cortesía, como tampoco la invitación que se haga a una doctora en estética —ya sea por un café para comentar un artículo o por una copa de vino a fin de preparar un coloquio. Como sea: es un mundo mezquino, donde los jóvenes creen que los viejos ya no conocen el mundo, y los viejos miran la amenaza de los jóvenes que intentan expulsarlos de sus quietas oficinas. Yo estaba al medio, mirando a mis amigos rebeldes y a mis maestros atemorizados, recibiendo el calor de ambos abrazos, unos menos fuertes que otros. El abrazo de mi maestro era siempre caluroso, acompañado de un chiste, generalmente en inglés o francés: al comienzo, me reía por impulso, el impulso de un joven que intentaba ser inteligente y a la vez con sentido del humor, aunque por supuesto él sabía de la falsedad de esa risa. Y no le importaba: “Cuando no existían computadoras, la inteligencia la tenían los que sabían sumar y restar rápidamente; cuando no existía Internet, la inteligencia la tenían los que sabían fechas y definiciones; los inteligentes ahora son los que saben frente a quién y cuándo reír”, me repetía cada vez que yo le decía alguna fecha por impulso o cuando no me reía de alguno de sus chistes. Entre eso y copas de brandy pasamos muchas tardes, de invierno y verano, conversando sobre los chismes del campus. Sexuales en su mayoría. Homosexuales, específicamente. Famoso el caso del historiador que fue expulsado de un a universidad por haber sido sorprendido follando con uno de sus alumnos en el estacionamiento. “Pero si era obvio, ¡su tesis doctoral era sobre la historia del vestuario!”, me decía. Yo reía. Poco a poco, me reía menos y le traía más cuentos del campus, llegando a producir mis propios chistes. Porque los chistes académicos son una específica forma de hacer reír sin gracia: un chiste académico no es gracioso, pero sí pone en suspenso la seriedad de lo universitario. Ante un silencio citar el parágrafo 7 del Tractatus de Wittgenstein o parafrasear alguna cita de Hegel (“Lo superficial es lo más profundo, como lo más profundo es lo superficial”, al referirse a alguien mal vestido, por ejemplo), eran formas fáciles y elegantes de salvar una incomodidad o de acercarse a un desconocido. Mal que mal, es un montón solitarios incomprendidos que nadie escucha.
          Durante el último tiempo, adoptamos la costumbre de conversar tomando un vino blanco en la terraza de la facultad: una terraza que estaba en un tercer piso del antiguo edificio central del campus, hacia donde su oficina tenía un acceso privilegiado. Desde allí, podía verse la copa del jacarandá que iluminaba el verde campo universitario, ocupado por pocos estudiantes. Esas tardes poníamos dos banquillos y terminábamos una botella o dos, retirándonos del campus junto con el sol, entre tambaleos y risas. Una de esas tardes, conversando sobre un recién publicado libro acerca del suicidio, cuyo autor era uno académico de la universidad, me dijo: “Ese es un pusilánime. Lo conozco. Hace años. Conozco a su mujer, a sus hijos. Él es incapaz de suicidarse”. Tras mi sexta copa, le reproché que él tampoco. Le dije que tampoco podría matar a alguien, ni aunque sostuviera eso por escrito. Sirvió una última copa en silencio, y me miró con un rictus de seriedad que aniquilaba cualquier posible chiste. Sonrió y me contó una historia en la que él mataba a alguien. Era un buen relator de historias, un buen mentiroso quizá, por lo que la historia, por tosca que fuera, me pareció creíble. Me contó cómo mató a alguien que le quiso robar en un parque. Me decía que era durante la dictadura, así que un muerto más o uno menos, era algo irrelevante. Me contó sus miedos al momento de matarlo, pero también me contó que estaba borracho cuando lo hizo: “No lo dudé, ni me arrepentí. No me arrepiento. Lo que sí, me hubiese gustado ser más prolijo”. Algo me inspiraba en su relato que no mentía y que tampoco se arrepentía, pero que no le gustaba eso que hizo por ser poco elegante: “Matar a un muchacho, apuñalándolo un par de veces, luego otra decena, de noche, en un parque. No es algo digno de un filósofo, pero es mío”, me decía. Sentado, lo miraba, miraba su silueta que se resaltaba por el contraste de la luz del sol que ya se despedía. Me quita mi copa y la lanza hacia abajo. Toma la suya y también la arrojó. Me tomo de la mano, me ayudó a levantarme y me dijo que si no era un asesino, al menos era un buen mentiroso.
          No pude parar de pensar en el relato de mi maestro como un asesino. No lo creía, pero algo me decía que era cierto. Al día siguiente del relato, pasé bajo el jacarandá y un daño que antes no había sentido en mi pie me hizo caer. Me había clavado un gran trozo de vidrio que traspasó mi zapato. La sangre corría, sin parar. me había roto la piel de manera grosera, y nadie rondaba cerca esa tarde de viernes. Me dolía mucho, pero en un momento de calma pude reconocer que era un vidrio de copa, que era un fragmento de las copas que el día anterior habíamos arrojado desde la terraza. Ese recuerdo me hizo mirar hacia la terraza, y para mi sorpresa estaba él, mirando, mirándome sangrar.

viernes, 19 de agosto de 2016

El mal.

El proverbio dice: todos los males provienen de la incapacidad que tenemos de estar solos en una habitación. Y es allí donde radica nuestro origen, es un origen doble que se tiñe del color de una solución imposible: el viaje a un lugar lejano es una manera de escapar del mal, o, lo que es igual, una ruta hacia el paraíso.
          El que viaja mira de frente al que escribe. El que escribe no escapa, afronta el mal y hace algo encerrado en una habitación, solo. De manera lúcida, el origen de la literatura se ubica en el amanecer de diversos viajes, ya sea el de Ulises o el de Edipo, o bien el del Quijote, todos fueron producidos dese ese espacio malicioso que es la habitación solitaria.
          Chantal Akerman retrata ese espacio de manera perfecta en La chambre (1972): simplemente, una habitación, la imagen del mal. Y quizá es por eso que una de las primeras impresiones filosóficas de Raúl Ruiz haya sido el pensamiento 139-B de Blaise Pascal: “He descubierto que todos los males del hombre provienen de una sola cosa, es no saber qué hacer en reposo en una habitación”. Porque el cine, incluso en sus versiones más apoteósicas e interestelares, se filma en una habitación cerrada (Herzog queda fuera de esto, como es usual). Porque el cine es otra forma del mal.
          Que lo contrario al viaje sea la escritura, y que el origen de la escritura sea el viaje, nos sitúa en una posición privilegiada frente al mal: no somos más que la expresión contradictoria entre la administración y la fuga de nuestros demonios. No sin razón el demonio del aburrimiento nos aborda durante la tarde, golpeando suavemente nuestra puerta, de modo tal que cuando vamos a recibirlo él ya se ha ido.

viernes, 24 de junio de 2016

La voz de mi hermano.

Su voz se convirtió en mi ahogo. Nunca fue un joven ni un adulto de muchas palabras: su voz firme y clara, aunque temblorosa, expresaba la fuerza que le gustaría tener para resolverlo todo. Y en ese deseo, la fuerza aparecía. Mi admiración por su capacidad por resolver los asuntos de un golpe, de un golpe de voz fuerte como un ladrido, se contrarrestaba con la distancia que me producía su mirada práctica del mundo. Difícilmente discursearía en mi funeral, pero de seguro la carroza fúnebre llegaría a la hora. Eso siempre fue así: cuando me enseñó qué era el imperativo categórico, no mencionó a Kant, sino que me miró fuerte y me dijo que si todos botáramos la basura en la calle, esta sería una ciudad invivible, y esa especie de reto me marcó a fuego: hasta hoy, sólo he aceptado regaños de su parte. Mi incapacidad de soportar reproches proviene de la propiedad que él tiene sobre mi sombra: me enseñó que la voz de reto no debe ser usada siempre.
          Esta vez no era la voz del hermano que disciplina, sino la del hermano que relata. Nunca lo había escuchado relatar. Esa sensibilidad se la negaba cada vez que en la mesa había rondas de chistes: se escudaba en mí, diciendo que yo lo contaría mejor. Por eso, cuando empezó a contar la historia, mi sombra titiló. Ese frío que baja por la espalda cada vez que la sobra desaparece por un instante, era la manera en que anticipaba el relato que nunca podré reproducir.
          Cada vez que venía a Santiago, lo recibía con ánimo etílico. Esta vez las copas fueron una especie de prólogo para contarme que murió una de sus perras. Dos perras que conocí el verano pasado, cuando me quedé en su casa por dos meses. En ese viaje intimé con ambos animales. Dos perras pequeñas, hiperactivas y sobradas de cariño, una negra y otra blanca, me acompañaban esas breves tardes de espera mirando las llanuras que terminaban convirtiéndose en el lado de la cordillera al que no estoy acostumbrado. La llegada de mi hermano marcaba un quiebre en el día, ilustrado por la salida frenética de las perras al patio delantero en su búsqueda. Esa imagen me parecía muy graciosa, tanto como a mi hermano. Extrañamente, lo recuerdo como un momento caluroso en el extendido frío de esos dos meses.
          Me contaba que la enterró. La envolvió en una sábana blanca. Pensaba que no era suficiente. Pensaba en las piedras, en lo frío de las piedras. Pensaba en el odio que tenía en su vecino. No me miraba, pero relataba con una voz calmada, suave y fluida. Me recordaba el calor: ¿te acuerdas que se devolvían a la casa por el frío del patio?, me preguntó. No le asentí, porque no me pareció que era una pregunta que buscara respuesta. Iba a ser un día como cualquiera, me decía. Mi primera lágrima vino acompañada de la pregunta más sincera que he escuchado: ¿Por qué las dejé salir? Al menos, ¿por qué no las dejé salir cinco minutos después, o antes? ¿Por qué justo en ese instante?
          El rostro de la muerte, el rostro del vecino que la llevaba en sus brazos, con la boca llena excusas y el hocico lleno de sangre. No podría, ni aunque quisiera; no quería, aunque pudiera quererlo. Nada le importaba, porque mi hermano sabía que sobre esto no se puede hablar. Más vale callar. Por eso, calló. Pasé dos horas sentado sobre la tierra fresca, me decía. Comenzó a llover y un espasmo inconsciente lo invadió: tengo que entrarlas, se dijo. Se dio cuenta, se levantó, tomó la pala, se entró. Lo seguía la otra de las perras, la de pelaje negro. Miró por la ventana, desde el calor hacia el frío. Pensó en una gota, una gota que chocaba con la tierra, que la traspasaba, que bajaba por una piedra y por otra hasta hacer contacto con la sábana, y con ella. Pensaba en esa gota fría, en esa maldita gota fría, en el maldito vecino, en la maldita mañana. Pensaba en las injusticias del mundo, pero pronto volvía: ¿Por qué la dejé salir?, me dijo con una voz que esperaba una respuesta. Su voz se convirtió en mi ahogo.

jueves, 26 de mayo de 2016

Glitter plateado.

Aprendí que era un color. Mal que mal, era su color “favorito”. Sus labios, sus calzas, una chaqueta, la vestimenta de la protagonista de un filme, un cintillo, un marcapáginas, una pequeña bandera, un brazalete, un cuaderno de notas, un lápiz y la portada de un disco. Todo era “de color glitter plateado”. Una pegatina brillante que desprende sobrios chispazos como de champaña adornaba sus objetos preferidos. No era todo de ese brillante a la vez, pero siempre había algo. El último objeto que recuerdo fue un “me gustas mucho”, al que correspondí.
          Desde entonces, la relación entre el cariño y el glitter se me presenta como una visión ante un espejo transparente: hay cariño de color glitter, hay glitter en el cariño. Ese último objeto glitter produjo en mí un espacio de sinceridad que antes nunca hube experimentado. Fue una escena perfecta: sus primeras palabras fueron “nunca miro a los ojos”, por lo que esa práctica se convirtió en un determinante de lo que era sincero y lo que no: no mirar a los ojos era su señal de sinceridad profunda. Sentados al borde de una cama, ella armaba un cigarrillo. Había un silencio común, duradero, de varios minutos, que no era incómodo. De pronto, reconocí un brillo en su mejilla, era un pequeño cuadrito de glitter que brillaba en las tonalidades especiales del color: violeta, celeste, blanco y un fugaz verde pálido. Sin pensarlo, atiné a sacar el cuadrito mediante una caricia en su rostro. Dejó de armar el cigarrillo y me miró sonrojada. Agachó la vista y, con un gesto mediano entre vergüenza y tristeza, me lo dijo. El pudor, sincero, me hizo mirar el cuadrito de glitter en mi dedo. Ninguno sabía qué había ocurrido, pero la habitación brillaba como una silenciosa explosión de una burbuja.

martes, 19 de abril de 2016

Tragedia.

Cuando me entero de la muerte de alguien joven, pienso en la fragilidad. Siento el peso de esa amenaza de destrucción total que puede ocurrir en cualquier momento, como la lluvia.
          Después de unas catastróficas lluvias, tuve que hacer una clase sobre tragedias. Tragedia es una manera de escribir en que se evidencia la fragilidad de la linealidad de nuestra vida. En complicidad con la comunidad de espectadores, la tragedia se posa sobre el hombro de quien sea para obligarle a decidir. Claro que se puede decidir no decidir, pero no todas estamos llamadas a ser Hamlet.
          Puedo ver las fotos de una desconocida que murió a las doce del día. Puedo leer sus comentarios hechos una hora antes de su muerte, y la fragilidad aparece, como un pequeño pájaro que me hace una pregunta que no consigo descifrar, pero de la cual intuyo espera una respuesta.

viernes, 15 de abril de 2016

¿Por qué escribir?

I

Un amigo nos relataba con sincera pasión cuánto le gustaba andar en bici bajo una tenue lluvia. Nos argumentaba que era un placer comparable a un milagro, porque si bien dormir o culear le producían placer eran verbos que podía realizar sin poner demasiado empeño, y además podían ser consideradas necesidades. Andar en bici bajo una tenue lluvia de otoño, con el clima tibio de Santiago, sintiendo la ecuación que se forma entre el rostro, la lluvia y la rapidez, era un suceso que se daba pocas veces. Y cuando se daba era un encanto.
          Agregó que era, probablemente, la séptima cosa de la vida que más le gustaba hacer. Con eso, los demás empezaron a probar con rankings sobre sus placeres: follar, comer e ir al baño (lo uno, o lo otro) estaban entre los top incuestionables. Pero guardé silencio, no por esnobismo, como por pudor: mi lista aparecía como muy diferente, no sólo por considerar cuestiones como reír o caminar en lugares privilegiados, ni por desplazar hasta lugares inferiores sus preferentes necesidades básicas, sino específicamente por un verbo que para cada otro era inexistente en sus respectivas listas.

II

Escribir siempre me pareció anecdótico. Durante mi temprana juventud lo amasé como mi profesión: yo, escribo, respondía ante cualquier pregunta incomodante de adultos o coetáneos. ¿Qué hago? Escribo. No me gustaba la taxonomía “escritor”, me parecía de vieja usanza, y medio anquilosada (como la propia palabra “anquilosado”). Pues, mal que mal, yo era escritor de blog. Si bien mi primer libro fue un libro de dibujos a crayón que mi madre conserva como si fuera mi curadora prematura (“Zoolojico”), ya me sentí más empoderado al escribir columnas de opinión o crítica de películas y exhibiciones en cuanto portal web me invitaran. Escribía, escribo. Pero eso no basta para decir que uno se dedica a la escritura. Creo que es necesario, como en cada actividad, preguntarse por eso que uno hace con tanto afán.
          Al comienzo, por cierto, me producía placer responder, yo, escribo, porque daba unos aires de intelectualidad innecesarios. Pero a poco andar de la ecuación edad, sociedad, capitalismo, “escribir” es visto como un verbo menos descriptivo. No sólo porque hay quienes no lo consideren valioso, útil o productivo (esas opiniones se descartan por su propia liviandad), sino porque otros también lo hacen, ya sea por obligación, o también por placer.
          Por eso, empecé a notar que, si bien también lo hago por trabajo (escribir artículos en el marco de aquel absurdo oxímoron denominado “ciencias humanistas”) o por placer (saludos de cumpleaños extensos para nadie son necesarios ni útiles), también lo hago por enfermedad.

III

De un tiempo a esta parte, Paul Auster se sumó a mi pequeño panteón portátil. Sus textos, como pocos, me hacen sonreír frente a papel. Me hacen sentir parte de un grupo selecto y anónimo de enfermos. Leyendo una entrevista que le hicieron al venir a Chile en 2014, me fijé que, precisamente respondía así: escribir es una enfermedad.
          Él responde ante la pregunta por escribir con una bella anécdota: a los ocho años tuvo la oportunidad de toparse con su beisbolista favorito, en la forma de una aparición espectral de la divinidad misma. Con todo el valor que uno puede tener a esa edad, se acercó a su ídolo y le rogó por un autógrafo. Aunque sin mucha empatía, pero gracioso, el deportista le pidió un bolígrafo, argumentando que “no se puede escribir un autógrafo sin un bolígrafo”. El pequeño Paul notó que no portaba un lápiz, pidió a su padre, a su madre, a los adultos cercanos. Nadie en las afueras del estadio portaba consigo un lápiz, por lo que la aparición del espectro se esfumó. Paul Auster lloró contra su voluntad, pero aprendió a nunca andar sin un lápiz. Y el hecho de andar siempre con un lápiz motiva, a la larga, a escribir.
          En el caso de Auster, un trauma.

IV

Si bien escribir es un verbo valioso en ciertos contextos (incluido el coqueteo), ha tomado tiempo que mi madre comprenda la disociación entre una extensa carrera de Derecho y el escribir. Si bien le otorga valor, y lo ha hecho desde siempre, su mirada al momento de explicar mis teorías sobre mi futuro parece ser la misma con la que me miraba cuando padecí pneumonía o esa intoxicación con mariscos a temprana edad. Fragmentos de esa mirada hay cada vez que me resfrío o me tuerzo el tobillo. Es la mirada de compasión al enfermo.
          Esa mirada, la que recibe quien consuela a un enfermo, no es una mirada agresiva ni mucho menos de pena. Es una mirada de madre, quizá esperanzada en mi recuperación, quizá orgullosa de saber que puedo vivir feliz portando la enfermedad.

V

Por supuesto, narcisismo: me enamoro de la gente que escribe. Incluso, he forzado a gente a escribir para enamorarme ex post. Soy una especie de superficial, porque muchas veces las cartas de amor son más bien el resultado de un desafío, antes que una expresión de cariño a otro.
         Narcisismo como enfermedad, claro. Y sólo una persona lo compartía, lo que se convirtió en la pesadilla, como dice el viejo dicho: el sueño hecho realidad se llama pesadilla. Era no sólo la que respondía mis cartas, sino la que las enviaba refregándome en el rostro el hecho del valor que yo le daba al uso de las palabras.
          De ella recibí un bello regalo: ante una discusión decimonónica sobre si realmente nos correspondía estar juntos, ella me respondió que sí. Su argumento fue que mis cartas la despeinaban: nunca me sentí tan despeinada. Nunca había visto la belleza de decir algo así, un uso tan sincero de una práctica tan cotidiana y banal. Me remitió de manera inmediata a su liso cabello negro, ordenado y suave, a sus labios rojos, a su cicatriz en el labio superior y a su par de lunares en el cuello. Imaginé el movimiento del despeine, de ella despeinada.
          No deja de ser narcisismo, pero esa palabra me provocó, más allá de evocarla única, un amor por haber compartido pabellón con otra paciente.

VI

Durante el verano, por aburrimiento, nos hicimos personas de fernet. El amargo trago a base de hierbas, nos sirvió para sostener la tesis de que nos sanábamos embriagándonos. Una de esas noches largas, como las que tengo con mi eterno amigo, nos destacamos con una botella completa de fernet. La amargura, que no compartía con otros tragos de los cuales fuimos fanáticos en el pasado, provocó un acontecimiento que hoy leemos como una epifanía.
          Sin ser muy dado a relatar grandes historias, y tampoco a escribir, mi amigo se vio en la necesidad de contar in extenso nuestro futuro: vistiendo sólo una bata, regando sus flores, yo con mi cónyuge, él con sus hijas. Yo no paraba de reír, pero con la risa del que teme ante el demente que grita la verdad. Todo tenía fundamento en el ahora, todo era cierto desde ya. Describiendo una realidad situada en 25 años en el futuro, describió perfectamente esos 25 años que aún no padecíamos. Entre risas, me fijé que casi nada estaba muy claro, todo podía perfectamente ser de otra manera, excepto una cosa: el nombre de uno de sus dos perros, Ulises.

VII

Nunca padecí esa excusa propia de los escritores profesionales del temor a la página en blanco. Tampoco soy carente de respeto ante esa palidez. Lo que temen los que temen a la blancura es a la lectura por otros, a lo que otros digan o no sobre lo escrito. Por cierto que también hay un temor a revelar mucho contando una historia propia, y con eso estoy de acuerdo: todo texto tiene vocación pública, por el mero hecho de ser una afrenta diabólica ante todo lo que ya se ha escrito, pero eso sólo debería motivar a escribir más y más, porque si la escritura es excepción se corre el riesgo de no vivir con la enfermedad.
          He pensado que sólo las cartas de amor no tienen vocación pública, porque en ellas no hay mucho que pueda relativizarse. En el resto de los textos, todo siempre puede ser una gran mentira. Y aprovecharse de la amenazante ficción en cada relato sincero debería ser el haz de luz que espanta todos los horrores aullantes en la claridad de la página virgen.
          Hay que perderle el miedo a la mentira. Por eso escribir.

domingo, 10 de abril de 2016

Figura cuatro.

Aprovechando que estaba recostada sobre la lona, tomó su pierna desnuda y la puso entre las propias. Dándole la espalda, Rosa Negra se fijó que las rodillas de ambas quedaran alineadas: dobló la pierna de Jean Genie, de modo tal que armara unos palitos chinos entre la corva suya y la pantorrilla de ella. Así, se tiró de espaldas al piso, afirmando la pierna atrapada que pasaba por detrás de su rodilla derecha, pero por arriba de la rodilla derecha de ella. Las piernas Jean Genie formaban un 4. Así recostadas ambas, unidas sólo por sus piernas que formaban una sola ecuación sin su equis despejada, puso su pierna libre sobre la pierna horizontal de ese 4. Y presionó, con ayuda de sus brazos. Las cuatro piernas se frotaban más que nunca, pero no era opción para Jean Genie rendirse.
          La figura cuatro (figure four leg lock) es una de las maniobras más icónicas de la lucha, a la vez que una expresión del contacto de la carne que conjuga el dolor y la voluntad: la figura cuatro puede ser invertida si se logra voltear el cuerpo de la rival. Voltear un cuerpo es la operación básica de la lucha libre: tomar un cuerpo húmedo, abrazarlo y apretarlo con las fuerzas de un abrazo que no quiere expresar cariño, sino deseo, deseo de voltearlo. Abrazar y lanzar un cuerpo es necesario para voltearlo y dejarlo tendido en la lona. Una vez en la lona, todos los cuerpos son dóciles. Sólo hay que evitar que la mano sagaz se afirme de las cuerdas y promover su sumisión. Un cuerpo sumiso es un cuerpo derrotado. Un cuerpo que golpea a palma abierta es un cuerpo que grita por su sumisión. Un cuerpo derrotado sobre el ring es un cuerpo que ya no está sobre el escenario: es un cuerpo obsceno.

domingo, 13 de marzo de 2016

Voz única.

Le pedí que me leyera. En las noches. Cualquier cosa, una novela que por su escasa singularidad quedaría en el velador o en el baño sin poder entregarse argumentos en favor o en contra, una revista de moda que contara con un horóscopo reforzado hacia sus últimas páginas, una carta que llegó y fue abierta durante la noche. Lo que fuera. 
          La primera cosa que me leyó fue un pequeño librito de color chillante con el evangelio de Mateo. Escuchándola leer aprendí que el padre nuestro está en ese evangelio y, también, que su voz seguía siendo el sonido que lograba tocar cada nota musical en un punto específico, produciendo la armonía con la que Mateo escribió el evangelio.
          Leyó luego un manual de arte, de historia del arte, en el que su autor se excusaba de escribir “arte” donde sólo debería poner “pintura”, porque no se referiría a otras artes. Las excusas de un escritor sólo pueden ser leídas como parte integrante de la obra, por lo que antes que sentirse por la excusa, lo que allí hay es una tesis, me dijo tras leer el prólogo. Noté que su voz al leer era distinta de su voz al hablar de manera espontánea (dudé si referirme a su voz en ambos casos, pues quizá sólo una de esas voces era la verdadera suya).
          Cuando leyó un cómic cambiaba de voces para entregar un criterio sonoro de identidad a cada personaje que aparecía. Describía cada viñeta de la manera más fiel a los límites del lenguaje: “Una habitación oscura, con tablas por piso y una tambaleante ampolleta que simulaba una luz originaria —por cierto que hay una referencia a la creación…”. El cambio de la voz múltiple de los personajes desconocidos visualmente hacia la voz propia de la descripción de la viñeta, era un delta que permitía mirar por el cerrojo de su intimidad. Era imaginarla como parte de un cómic y poder leer sus globos de texto con mi voz.
          “El amor es un proceso de escucha de la voz única…” me leyó. Frenó incuestionablemente, su silencio gris me hizo reaccionar y percatarme que debía fijarme en lo que había leído. Para mí, su lectura a ratos no tenía significado: ya había separado la semántica de la fonética. Pero esa separación me permitía volver y repetirme en voz alta: “Proceso de escucha”, dije en voz alta. Su mirada también era silenciosa, un silencio gris que sugería la alianza entre todas las voces para enunciar lo recién leído, cantado. “De una voz única”, me agregó. “De una voz única, de una voz única, DE UNA VOZ ÚNICA…”, repetía con diferentes voces, como si estuviese haciendo una prueba de una voz recién comprada, pero a la vez intentando encontrar esa voz suya por la que yo podría decir que es de ella.
          A la tarde siguiente, me leyó una carta suya. 
          No me leyó de nuevo.

viernes, 4 de marzo de 2016

La segunda risa.

Esta vez no pude reconocer qué leía. La primera vez intuí que era Bolaño, pero podía ser cualquier otra cosa. Muy de estudiante de letras, en todo caso. Esta vez, insisto, no pude reconocer la identidad del texto: leía desde su iPad. Raro, pensé, para quien ante mis deducciones era una estudiante de letras.
          Ya no estábamos en posición de sorprendernos de la presencia del otro en la micro. De una manera singular, ya nos conocíamos, y ambos lo sabíamos. Probablemente no nos miramos en momento alguno, pero para quienes leemos, el guión no está dado. Sus anteojos rojos iluminaban su sonrisa, igual, aunque diferente: esta vez era verano. Verano fulgurante versus aquel otoño que ocultó una risa común.
          Conociendo de antemano dónde se bajaría, me preparé para evidenciar de manera más explícita qué era lo que yo leía (y así facilitar la complicidad de lecturas): Pola Oloixarac. Alcé el antebrazo, cambié de página, me arreglé los lentes. Inútil: siguió en la micro, habiendo pasado ya su parada. No supe qué hacer, como el actor que olvidó el último parlamento de la obra. Improvisé, pero era de mañana y pronto llegábamos a mi parada. Al bajarme sentí su mirada, pero fue sólo eso.
          Durante la noche, me reuní con mis amigos, a planificar el año: esos bares que durante el verano acogen a los sobrevivientes en sus terrazas son la excusa perfecta para hablar fuerte. Incluso sorprendiéndome a mí, conté sobre ella a mi amigo. La describí de una manera que ni yo podría reconocer en mí. Me sorprendí tanto que me pareció normal el hecho que, mientras la describía con adjetivos circulares, ella pasara caminando veloz por el lado de nuestra mesa. “Es ella. Ella”, le dije a mi amigo. Reímos. Una segunda risa. Espero sean tres.

sábado, 27 de febrero de 2016

Postal.


No sé si la recuerdas. Lo dudo porque yo la había olvidado. Es una foto que tomamos juntos, no sé si tú o yo, pero es de la época en que eso era imposible de discernir. Me decidí a enviártela después de mucho mirarla y recorrer visualmente cada detalle: la niebla, el pequeño puerto, las sombras, esa nube. Me decidí a enviarla porque no podía seguir secuestrándola: si era un producto común, es más tuya que mía, porque tuyas son las imágenes y míos los silencios. 

lunes, 8 de febrero de 2016

Una carta es un naufragio.

Aunque le parecía gracioso recibirlas, ya llevaba varias cartas sin siquiera darse el pequeño trabajo de abrirlas. Las primeras, con ansias, no podía evitar destruir el sobre en varios pedazos irregulares e incluso dañar algo del contenido, que por lo general era una única hoja blanca escrita con tinta. Luego, con más calma y de una manera que tendía vertiginosamente a una rutina pasional, procedía a cortar el sello y abrir el sobre con cuidado tal que se conservaba completamente la hoja del contenido. En el comienzo, acumulaba las cartas, con el sobre incluido, en una caja de madera que servía exclusivamente para esos propósitos; luego, eso parecía cada vez menos necesario, porque ya habían muchas cartas en el depósito, y de seguro vendrían muchas más. 
          Una mañana recibió la carta, pero en el preciso momento en que salía de casa: la cogió, subió rápidamente a su habitación, la miró y dudó un breve instante si abrirla o no. La dejó en su escritorio, con la esperanza de abrirla a su regreso. Esa noche fue a una celebración, lo que le impidió llegar temprano y ver con luz del día su despacho iluminado por la carta. No abrió la carta, no la leyó, ni ese día, ni el siguiente. Llegó otra carta, que decidió no leer porque ya tenía una acumulada. No leyó dos cartas, porque creía que debía darles a cada una un momento específico, un momento ideal que no fuese interrumpido ni por malos pensamientos ni sentimientos, tampoco por malestares físicos. Esa noche padecía dolor de cabeza, al siguiente de estómago, al tercero simplemente estaba cansada. Ya había tres cartas acumuladas al lado de un montón de libros sin leer, acumulados como las cartas: uno de los libros era un registro sobre navíos naufragados en las costas orientales en el año 1771; otro era un tratado de economía doméstica escrito originalmente en ruso, pero que había sido traducido al castellano por primera vez por la cónyuge de un capitán; el más grande de los libros era una biografía de un director de orquesta sinfónica austríaco que su padre había conocido antes de morir y con quien había tramado una intensa amistad sostenida en gran parte gracias al intercambio de correo. Tal como no le daba un tiempo específico a esos libros, no se lo dio a las últimas tres cartas.
          Tampoco era algo muy relevante, dado que jamás había contestado una carta. A veces, realizaba el innecesario ejercicio de ponerse del lado de su remitente y pensar en el acto de fe que significaba escribir lotes y lotes de cartas cuyo profundo contenido sólo podían expresar lo sincero de un rezo. Pensaba que, de hecho, era como un rezo: no tenía señal alguna que ella, la destinataria, siquiera abría las cartas. Nada más que su deseo de escribir y enviar, o su fantasía de apertura de las cartas, le permitía seguir. Ese ejercicio innecesario, sin embargo, no la motivaba a hacer algo distinto. Cada una de las cartas que leía la hacían despeinarse, pero esa despeinada de alguna manera no era la misma que leía. Había una brecha gruesa entre ella y la destinataria, aquella a la que le pertenecía eternamente un remitente, un remitente que no debiese aparecer jamás. 

Excusa o introducción de una carta de amor.

Escribirte una carta, en estas circunstancias, parece tarea inútil. No sólo por el hecho probable que no te llegue, que no la leas, que no quieras leerla. Inútil porque en la demora entre la escritura y la eventual lectura se produce un daño específico: es un daño al mundo, en que la carta ya no ocupa el mismo lugar, ya no produce el efecto que debía haber producido. No obstante, es en ese riesgo, en ese delicado azar que es el mundo, que una carta tiene sentido. Es por ello que las cartas son textos privados, es por ello que no tienen sentido más allá de su destinataria: las cartas de amor son la manifestación misma del amor, en todo su esplendor, porque sólo una vez recibida, abierta y leída, lo escrito cobra sentido. El sentido de una carta de amor hace que su propia escritura y envío haya sido necesario. Una carta de amor es una casualidad que nos obliga a comportarnos con ella como si fuese una necesidad en nuestro mundo, como si toda nuestra biografía dependiera del hecho que esa carta haya sido escrita. Por eso conservamos las cartas, por eso las destruimos o las contestamos. Por eso, también, las devolvemos cerradas. Una carta de amor se responde, y la respuesta puede darse de muchas maneras, pero nunca con el sello abrasador de la indiferencia.
          Por eso, parece ser inútil escribirte, pero no lo es.

sábado, 16 de enero de 2016

Poesía.

Ella leía poesía, una forma de escribir que me parece innecesaria. Me leía poesía, por cierto. Es así como finalmente, al visitar las mismas librerías de siempre, había nombres antiguos que me hacían un nuevo sentido. Eso repercutía en un nuevo espectro para robar libros: ya no tenía muchas posibilidades con otro tipo de publicaciones, pero poesía se presentaba como un campo aventajado, debido al pequeño tamaño de sus ejemplares.
          Más allá de poetas y poetizas, hay imágenes, me decía. Las suyas eran las estrellas: tenía un tatuaje de estrella en la muñeca y eso servía de imagen explícita, pornográfica, para representar la caída de una estrella: un brazo cayendo, en ese contexto, equivalía a una estrella cayendo. Esa imagen me parecía sublime, pero ella me lo refutaba: eso no era una imagen.
          De uno de los libros robados, obtuve una rima que me pareció destacable del muladar:
“Cuando miras las estrellas, estrella mía, ojalá fuera yo el cielo,
para mirarte desde arriba con mil ojos”.
          Me dijo que esa imagen no servía, a pesar que cualquiera de ella se enamoraría.
          Nunca más supe de ella, aunque la miro.