Echadas las cartas, leía el futuro: los caballos,
esquinados, algo me gritaban con el silencio vidrioso del naipe español. Un
caballo tras otro, me embestían en la lectura. Uno escapaba, el otro entraba en
escena; un jinete me miraba, mientras el otro evadía la mirada al atacarme.
Pensé en su indecisión, en sus gestos, en sus negativas. No tenía mucha
coherencia el establo ante el que estaba inmerso.
Siempre
los establos me han significado un lugar sombrío. Sombrío: sin luz. Me parecen
un perfecto lugar para el suicidio.
Traté
de leer un poco más allá de los caballos: sus pezuñas, sus miradas, sus colas,
sus crines. Seguían siendo caballos, hasta que la luz de un espejo me señaló la
verdad universal de mi pregunta: todo estaba en los zapatos del jinete.
El
primer jinete mostraba la suela de su zapato. Por primera vez, pensé, puedo ver
la suela del zapato de un jinete del naipe. Pronto me di cuenta que no era una
verdad revelada, sino que era un aspecto común: el jinete, al subir al caballo,
debía apoyarse en el pedal, de modo tal que su pie se flexiona, mostrando al
espectador su suela en esplendor. Eso con el jinete de monedas. Pensé que las
monedas me revelaban un secreto, hasta que desilusión: el jinete de espadas
mostraba su suela. También el de copas. El brillo de las monedas, las copas y
las espadas se refuerzan con la luz que hace aparecer la suela del zapato. Las
suelas son sombrías, como los establos y los bastos.
El
jinete de bastos nos muestra la suela. La esconde, incluso. ¿Por qué la
esconde? El jinete de bastos no usa pedales. Que no use pedales es señal de dos
cosas: es un mejor jinete que el resto, o bien cabalga luego de subir
inesperadamente a su caballo. El basto, rama de un árbol, se me apareció como
la manifestación de la naturaleza: el jinete de bastos es el más cercano a la
naturaleza. Su caballo es el menos disciplinado. Ambos producen el mejor equipo. Sólo desde este momento me fijo en
que el jinete de bastos es el paladín por excelencia: mientras sus colegas se
jactan de sus bienes, mirando hacia cualquier lado que no sea la batalla, el
príncipe de bastos erguido camina a enfrentar la contienda: mirando al frente y
portando su arma firme.
Finalmente,
comprendí que todo se trata de saber que el demonio al final del abismo no es
inmortal.