domingo, 26 de abril de 2015

Héroe.


Siempre ha estado ahí. No es algo obvio como el aire que respiramos, pero está ahí, mirando desde las estrellas. Sin saberlo, cuando niño jugaba con sus cassettes como si se tratara de invasores del espacio; luego, lo escuchaba en las mañanas antes de ir a la escuela, porque despertaba a mi mamá; de adolescente, lo bailaba sin tener mucha consciencia sobre ello. Desde ahora, mirando hacia atrás, pienso que siempre estuvo ahí, como una especie de rayo que parte el rostro en dos, pero cuya cicatriz es simplemente el rostro mismo.
           Mirando hacia atrás, con el cuello torcido, recuerdo que he buscado incesantemente reconstruirlo, rehacerlo noche a noche, como un monstruo. Las partes que lo conforman son las situaciones que robo de cada persona: esa caminata; ese abrazo; ese grito en el karaoke; ese cabezazo; ese brindis con vasos de plástico; esa carta; esa sombra; esa invitación fallida. Las sorpresas en las que aparece me hacen sentir su protegido, sabiendo que aparecerá en el momento de la magia. Me ha enseñado que siempre aparece, brillando como un rayo.

lunes, 20 de abril de 2015

Las estrellas y las flores, el viento.


Y el viento no mece las estrellas, le dije. Lo que se mueve es el mundo. Me dijo que por eso prefería las flores: nosotros somos juguetes de las estrellas, vivimos mientras ellas permanecen inalterables por el viento; las flores, más humildes, bailan ante nuestros ojos sabiendo que sus movimientos dependen del viento.
Las estrellas nos engañan, me dijo. Luego me confesó que jamás nadie le había regalado una flor: no es que lo quiera especialmente, pero siempre me imaginé en un día de primavera llevando un girasol, desconcertando, sin que la gente pudiera adivinar si acaso me lo regalaron, si acaso iba a regalarlo, si acaso soy artista o simplemente es mi trabajo vender flores.
Por supuesto, intenté esforzarme: pensé en regalarle una acuarela de un girasol, pensando en la eternidad de la flor. Una acuarela enmarcada que pudiera representar la burla hacia los astros y que diera un cómplice toque de materialidad: no hay cuadro sin muro, como no hay muro sin techo en común. Pensé luego que esa eternidad que compartían la acuarela y las estrellas era precisamente lo que ella odiaba, por lo que todo debía derivar en proyecto común: compré semillas holandesas de girasol, un macetero preciso y todo lo necesario para plantar la flor. Sería el perfecto trabajo en conjunto que afrentaría la eternidad de los astros. Me seguía satisfaciendo la idea de la acuarela, pero la decisión estaba tomada.
Botó las semillas al suelo, rompió la acuarela. Me reprochaba la sofisticación, me reprochaba no entregarle una flor real. Entonces noté que ella era como las estrellas y yo como las flores.

El movimiento.


Muchas veces nos lleva el viento. El viento nocturno, que es una especie de sombra, es la que permite navegar a las lechuzas y a los vampiros. El viento matutino, a las golondrinas y las ninfas. Nuestra diferencia con las lechuzas es que no tenemos visión nocturna; con los vampiros, es que podemos reflejarnos en los espejos; con las golondrinas, que no podemos cantar; con las ninfas, que no sabemos danzar. Por eso, el viento que nos mueve parece azaroso, parece que nos lleva a cualquier parte, porque no nos hacemos de nuestro viento, de nuestro movimiento.
            Estamos en una constante batalla contra el viento, una batalla por el movimiento.

domingo, 19 de abril de 2015

Lo oscuro, la luz.


Lo oscuro se ha menospreciado: en la oscuridad habitan los monstruos, duermen las bestias, bailan los demonios, corren las vírgenes, persiguen los vampiros, marchan los cobardes. La verdad es que en lo oscuro ocurre lo verdadero, quizá es lo verdadero lo que nos espanta.
            La luz se presenta como la verdad, contra la ignorancia que es lo oscuro: salir de la caverna y ver la luz es equivalente a la luz de Dios que nos enceguece, que enceguece a los ángeles que no saben si empuñar su espada contra la bestia o el hombre. La luz es el conocimiento, la ilustración, el iluminismo. Pero es la luz, precisamente, la que nos ciega: el brillo del oro convierte al afortunado minero en un demente que mancha con sangre todas las cavernas. En la luz nadie habita, nadie persigue, nadie marcha.
            La claridad que está en ese instante en que lo oscuro se retira y la luz se asoma es un santuario en que todos convivimos sin temores, en que todo puede ocurrir: en lo claro se decide si acaso lo oscuro continúa o si la luz extiende un día más su reino. Lo claro, ensombrecido, abre todas las casas, todos podemos correr y bailar, gritar y marchar. Los monstruos nos vemos los rostros y nos damos cuenta que no somos distintos, nos reconocemos y nos decimos las verdad, porque la verdad no es una luz, la verdad es nuestro secreto.

miércoles, 15 de abril de 2015

Claroscuro.


Una vez me dijo que mirar la primera luz del amanecer es algo especial. Ver la primera luz junto a alguien es compartir un espacio de intimidad que se comparte pocas veces: pasar de largo y ser iluminados por la misma primera luz es especial. Nunca lo encontré especial, porque siempre he trasnochado y pasado de largo. La primera vez que lo hice fue viendo Twin peaks, sin entender por qué me mantenía despierto, nunca entendí nada. La última vez fue en un hospital.
            La noche del hospital es especial: una luz negra, que a la vez es una oscuridad blanca. Se siente la noche, se siente la higiene. Una luz de otra era que ilumina cada tristeza y desesperanza. Caminaba por los pasillos intentando registrar los rostros trágicos y melancólicos que enfrentan la muerte. Pero la mayoría eran de felicidad: estaba en el pasillo de los partos. Flores y guaguas gritando. Niños corriendo. Madrugada. Una mezcla de claridad y oscuridad, un claroscuro, ese claroscuro donde nacen los monstruos.
            Unos niños jugaban. Te maté, le decía uno al otro. No, sólo me quitaste el alma, pero sigo vivo. No se vale, respondía. Pum, ahora te maté, decía sin expresión. Te maté porque te robé el alma, sin alma estás muerto. ¡Mentiroso! Estoy vivo, le dijo con patada incluida. Una luz, la primera, se asomaba y hacía del pasillo algo blanco.
Las sombras de los niños desaparecieron.

miércoles, 8 de abril de 2015

Jinete de bastos.


Echadas las cartas, leía el futuro: los caballos, esquinados, algo me gritaban con el silencio vidrioso del naipe español. Un caballo tras otro, me embestían en la lectura. Uno escapaba, el otro entraba en escena; un jinete me miraba, mientras el otro evadía la mirada al atacarme. Pensé en su indecisión, en sus gestos, en sus negativas. No tenía mucha coherencia el establo ante el que estaba inmerso.
            Siempre los establos me han significado un lugar sombrío. Sombrío: sin luz. Me parecen un perfecto lugar para el suicidio.
            Traté de leer un poco más allá de los caballos: sus pezuñas, sus miradas, sus colas, sus crines. Seguían siendo caballos, hasta que la luz de un espejo me señaló la verdad universal de mi pregunta: todo estaba en los zapatos del jinete.
            El primer jinete mostraba la suela de su zapato. Por primera vez, pensé, puedo ver la suela del zapato de un jinete del naipe. Pronto me di cuenta que no era una verdad revelada, sino que era un aspecto común: el jinete, al subir al caballo, debía apoyarse en el pedal, de modo tal que su pie se flexiona, mostrando al espectador su suela en esplendor. Eso con el jinete de monedas. Pensé que las monedas me revelaban un secreto, hasta que desilusión: el jinete de espadas mostraba su suela. También el de copas. El brillo de las monedas, las copas y las espadas se refuerzan con la luz que hace aparecer la suela del zapato. Las suelas son sombrías, como los establos y los bastos.
            El jinete de bastos nos muestra la suela. La esconde, incluso. ¿Por qué la esconde? El jinete de bastos no usa pedales. Que no use pedales es señal de dos cosas: es un mejor jinete que el resto, o bien cabalga luego de subir inesperadamente a su caballo. El basto, rama de un árbol, se me apareció como la manifestación de la naturaleza: el jinete de bastos es el más cercano a la naturaleza. Su caballo es el menos disciplinado. Ambos producen el mejor  equipo. Sólo desde este momento me fijo en que el jinete de bastos es el paladín por excelencia: mientras sus colegas se jactan de sus bienes, mirando hacia cualquier lado que no sea la batalla, el príncipe de bastos erguido camina a enfrentar la contienda: mirando al frente y portando su arma firme.
            Finalmente, comprendí que todo se trata de saber que el demonio al final del abismo no es inmortal.

lunes, 6 de abril de 2015

Horizontalidad V.


Gran parte de nuestra vida la pasamos acostados. Horizontales, como el primer beso que te di, miramos un horizonte que nos es común.
            Sé que estamos horizontales esperando que la verticalidad nos haga suya. Hemos sido del otro en vertical, pero sólo podemos decir eso con sinceridad las veces que hemos estado en horizontal. Parece que la verdad no surge del pecho que está en un cuerpo erguido. Parece que la verdad no surge de ti sino cuando te miro a los ojos por entremedio de las sombras que producen los aparatos colgados en tu pieza. Entremedio de esas sábanas que siempre quise comprarme, estabas tú esperando que te hiciera mía, sin entender que ya éramos del otro desde el momento en que el azar decidió ponernos la misma manta sobre la cabeza.

Horizontalidad IV.


Gran parte de nuestra vida la pasamos acostados. Horizontales, como la última fase de una persignación, miramos un horizonte que nos es común.
            A veces te deseo la muerte. A ti, a ellos, a tu familia y a tu historia, a tus ideas envidiables y a tus chistes. Les deseo la muerte a tu perro y al gato que nunca tuviste. Te deseo la muerte a ti, sombra y luz, sangre y piel, orden y caos. Le deseo la muerte a nuestra cama, le deseo muerte a esos libros que no leímos, a esas copas que nos servimos, a esas fotos que no sacamos y a tu sonrisa falsa. Te deseo tanto la muerte que, a veces, me deseo la muerte.

Horizontalidad III.


Gran parte de nuestra vida la pasamos acostados. Horizontales, como las líneas y líneas de amor que te escribí (y que algunas te entregué), miramos un horizonte que nos es común.
            Las fiestas a las que íbamos para nunca hablarnos derivaron en comisiones de odio y declaraciones de sinsentido a todo lo que los más chicos dicen. Ya me siento ajeno en esta generación, me siento decidiendo en cada acto si seguir perteneciendo o no. Me siento atraído por una juventud de la que soy parte, pero a la vez me siento observado por los jueces superiores, por esos que tienen gracias a í una vista privilegiada del reino que viene, de los cuales también soy parte. Eso es lo malo de ser el último vivo de una generación muerta, pero que cuyo cadáver yace recostado en el sepulcro que pertenece a la generación viva.

Horizontalidad II.


Gran parte de nuestra vida la pasamos acostados. Horizontales, como tu brazo en esa foto que guardo en el cajón, miramos un horizonte que nos es común.
            Miro por entre las hojas un poco de luz. Luzceleste es la que me recuerda esa tarde que pasamos en el pasto, mirando alternativamente el ojo ajeno y el rayo de sol. Me decías que no era “rayo de sol”, sino “los rayos del sol”. Pienso en ese tipo de correcciones y todos los libros que mi generación no escribió por pasársela horizontales mirando el reflejo del rayo de sol en sus propio techos. El techo se mira a oscuras, porque sólo entre las tinieblas sale a luz la verdad hablada.

Horizontalidad I.


Gran parte de nuestra vida la pasamos acostados. Horizontales, como el libro que te presté, miramos un horizonte que nos es común.
Pienso en los muertos y en los que duermen. “Occidente”, significa donde va a morir el sol: el gran astro de luz muere, cada día. Occidente es un gran occiso. Los occisos recostados deben ser levantados, ya sea por el prójimo o por el fin de los tiempos. El sol duerme durante las noches, tras su muerte diaria. Bella durmiente es nuestro paradigma: ella está muerta, ella está durmiendo.

miércoles, 1 de abril de 2015

Su luz.


Me aprendí sus luces. Su delgadez frente a las luces del cinematógrafo la hacían parecer una sombra imaginaria. Sus ojos se veían infantiles ante la luz verde del semáforo. El neón le sentaba particularmente bien: sus ropas negras resaltaban por el rojo o el morado. La luz del sol por entre las ramas me hacía recordar una tarde durmiendo sobre el pasto. Los focos de los conciertos me producen alegría desde que la recuerdo bailando al son aleatorio de la música. La luz que producía en la oscuridad era su lugar común: su silueta era una pequeña porción visible de ella, lo relevante y más visible era su voz, voz suave que contrastaba con el meneo de los árboles mirones de la ventana. Una especie de fantasma era por las mañanas, entre las sábanas blancas y la luz del Rey Sol. Luz entre el humo destacaban sus labios; luz frente al espejo la hacían parecer invencible; la luz del atardecer en la cima del cerro la hacían parecer solitaria.
            Finalmente aprendí que era una luz única la que se veía violada por su presencia, no al revés.