domingo, 2 de junio de 2019

Un oro que no brilla


He visto un oro que no brilla.
Un oro que vale más que todos los oros,
uno que no tiene precio,
pero tampoco tiene la forma de una moneda.

He visto a quienes, ante ese oro,
no hacen más que alardear:
que lo vieron, que lo despreciaron,
que no lo pueden describir,
o que ya lo derrotaron.

Pienso en la Esfinge, esa cuya voz es la verdad
y cuya mirada es el saber.
La Esfinge aterrizó en la ciudad y todos esos que,
alardeando sobre su propia ignorancia,
no podían sostener las verdades de la voz,
ni podían sostener la mirada del saber.
Esos, los que alardeaban, 
lloraron al conocer el día de su muerte.

El oro que no brilla es inmune a la Esfinge,
porque nada puede pagar,
porque nadie lo puede avaluar,
porque nada lo puede destruir,
y porque nadie lo puede hipotecar.

El oro que no brilla es el material del que están hechos
los ojos de la Esfinge y su lengua.

Cobardes los que se acercaron a la Esfinge buscando saber,
buscando poder,
buscando, en definitiva, 
algo que hacer con todo eso que dicen que ella es.

El oro que no brilla no entrega direcciones,
no tiembla ante el peligro,
no vibra por las injusticias,
no calla ante los mandatos,
ni es capturable por una fotografía.
El oro que no brilla, pues, no brilla.

Ante eso nada queda por hacer más que conservarlo en un bolsillo hasta que la Historia le exija brillar. Y en ese momento, nunca antes, el oro que no brilla dejará de ser oro y se convertirá en aquello para lo que aún no tenemos la palabra precisa.