miércoles, 14 de febrero de 2018

Ave del paraíso

Es común amanecer y encontrarme con un patio gris, cubierto por las plumas de una desafortunada que vino a caer en las garras de Antígona. A veces, incluso, entre sueño logro capturar algunos de los gritos inútiles de auxilio de esas víctimas naturales, pero nada hago porque, de una manera perversa y oscura, Antígona cumple con unos de mis mayores deseos. Recuerdo esas mañanas, hijas de noches sin dormir, que no hacen más que cargar moralmente la espalda de quienes no seguimos la ruta de los rectos: al volver de un carrete, mirando a todos esos para los cuales el día empieza con el ánimo de un obrero secuestrado, sentía todo el peso de la mirada del mundo, de ese mundo que juzga las fiestas y castiga el ocio; todas esas miradas, siempre, eran coronadas por el himno de las pajaritas cuyo idioma no me interesaría jamás en aprender. Entonces, que Antígona castigue a esas parlanchinas crías de la opresión un deseo realizado, es como la fantasía de toda víctima que sueña con torturar a su torturador. Sentir morir a esos pájaros me hace acurrucarme feliz en un sueño despiadado.
          Sin embargo, esta vez la imagen era otra, era terrible: al salir vi el patio teñido, pero no por el gris; todo era verde, un verde paraíso. Pensé que, esta primera mirada del día, estaba alterada por algún efecto de luz o algún defecto de mi vista aún somnolienta. Pero no: ahí estaba Antígona, con el hocico untado en sangre ajena y unas cuantas plumas, verdes. Me acerqué a revisar, y no sólo eran plumas de color distinto al gris, había plumas de colores nuevos para mí y un poco ficticios: amarillos atardecer, rosados leche, azules como la camiseta del Inter de Milán, rojos teñidos por la sangre del conflicto, dorados y algunas plumas cuyo color mutaba a cada mirada, como si de un arcoíris temporal se tratara. Esas plumas de muchos colores y tamaños, me hicieron pensar en lo peor. 
          Había leído alguna vez que la muerte de ciertas aves traía los peores males a sus victimarios, lo leí en los relatos de algún europeo que, durante el siglo XVI llegó a las américas con el afán de cazar a los animales nuevos y mostrarlos en el viejo mundo. Mataba despiadadamente lo que fuera, cargando los cadáveres en sacos transportados por indígenas esclavizados mientras andaba por paisajes selváticos. Contaba que, incluso, llevaba algunos indígenas de menor tamaño entre sus ejemplares. Una tarde, secundado por sus transportistas, el cazador dio una flecha limpia en la cabeza de una ave larga, una ave de múltiples colores, cuyas plumas variaban de color según la luz. Los indígenas intentaban decirle algo, antes de salir corriendo, pero el cazador no se inmutó y fue por el cuerpo sin vida del ave, momento en el cual los cadáveres de panteras, jabalíes, pájaros y serpientes cobraron vida por última vez para vengarse de su asesino.
          Así me sentía, mientras Antígona jugueteaba con la cabeza del ave del paraíso descuartizado en mi patio.

sábado, 10 de febrero de 2018

6

Estrella distante de Roberto Bolaño es un libro muy presente en mi día a día. Es un libro que me he comprado unas 7 veces, porque me parece un perfecto regalo para quienes he tenido el placer de conversar sobre arte. Desde que lo leí, su capítulo 6 me parece un objeto de perfecto acomodo para comenzar a conversar sobre los límites entre arte y moral, entre transición y dictadura, entre Chile y otra cosa, entre civiles y militares, entre poetas y escritores. Me parece un escrito, ese capítulo 6, fundamental. Tanto así que suelo recurrir a él para decir cosas. No recuerdo muy bien el resto del libro, particularmente ese capítulo. Es por eso que regalo el libro y me quedo con el puesto vacío en mi biblioteca. Cada cierto tiempo pienso que es un libro, o un capítulo, especialmente cinematográfico, tanto así que ya llevo algunos años trabajando en un guión e imaginando cómo sería llevarlo a cabo con un amigo. He logrado imponer la idea de sólo filmar ese capítulo, porque el resto del libro es más bien literario, no cinematográfico con el 6. Camino a casa de ese amigo hay un puesto que vende libros y algunos son evidentemente falsos. El puesto de libros me llamó por mucho tiempo la atención ya que en su escaparate, en un lugar privilegiado, exhibía sus alas nada más y nada menos que Estrella distante. Ese ejemplar azul marino con el rostro de un águila calva en un cuadrado centrado que imprimió la editorial Anagrama. En períodos en que contaba con mi ejemplar (original) me reía de aquella copia (falsa), pero en el período contrario, de ausencia del libro en mi biblioteca, pensaba en adquirir el falso (a menos de un tercio del precio del original). Pensaba que sería divertido tener el falso, por una parte porque sería el único libro falso en mi biblioteca, y por otra porque no podría regalarlo, siendo ese el ejemplar definitivo.
          Esta tarde, tras muchos años, me acerqué al puesto y pagué a la vendedora el módico precio. Ahora en mi casa lo abro y me fijo que, digno de Bolaño o no, el libro no trae el capítulo 6. están el 5 y el 7, y todo el resto del libro, con excepción del capítulo 6.

viernes, 9 de febrero de 2018

90s - Ser feliz cuando no llueve

A
Lo queramos o no, lo busquemos o no, llega ese momento en que uno ve envejecer a su madre y recuerda con alegría la primera década en la que acumuló memorias. En lo particular, mi primera década es la última antes del milenio, un mundo lleno de imágenes poco nítidas que con el pasar de los años se harían cada vez más claras hasta que todo se volviera tan aburrido como predecible. Me gusta mirar esos VHS con programas grabados desde la tele, donde los luchadores que hoy aparecen como leyendas eran los jóvenes cuyos rostros adornaban la mayoría de las poleras del barrio, o donde jugar a la pelota en la calle al ritmo de los autos que suspendieran el partido era una posibilidad real, o donde pasar una tarde completa jugando Super Nintendo era lo máximo que se podría desear. Tengo esos recuerdos, de grabar Los Simpsons y decidir si borrar un capítulo valía la pena por aquel que iban a dar en la noche (porque $990 no era un valor que pudiéramos pagar como si nada por un VHS virgen); de elegir ser siempre Italia y jugar contra mi hermano (Holanda) una clásica tanda de penales; de azotar el joystick contra el suelo por no poder superar esa etapa del Donkey Kong. Recuerdo obligar a mi hermano a jugar cartas Pokémon y pedirle que me llevara a los torneos, en los que sería humillado por jugadores que me triplicaban en edad. Recuerdo esas tardes de calor seco que se mojaba sólo con las bombitas de agua que no se reventaban contra la carne expuesta de dos niños, ese plástico que se dilataba a la par del dolor del pecho. Mientras tanto sonaba 4 Non Blonde en la radio de mi hermana, una banda que siempre olvidaré su nombre, pero lo recordaré luego. Esos recuerdos no son esencialmente buenos, sino neutros, no son particularmente felices: simplemente son el paisaje de todas esas tardes, que son las mismas tardes que ahora, pero sin el peso de saber que todo eso es como una foto en movimiento que enrolla ese extraño espacio que hay entre los recuerdos y el corazón.

B

Mirando desde ahora, vivíamos en un jardín delicioso: dos árboles se daban las manos por sobre nuestras cabezas y fuertes pilares sostenían la terraza que nos salvaba del sol. El tiempo no existían, por lo que el aburrimiento era la principal fuente de movimiento de nuestros cuerpos. Un verano particularmente productivo, en que el aburrimiento fue el déspota tirano de nuestra imaginación y la TV fue el peor aliado que pudimos conseguir, inventamos cientos de juegos: si mirábamos los árboles que se daban la mano por sobre nuestras cabezas desde cierto ángulo, bien podía convertirse en una red de voleibol; así también, cuando mirábamos desde doce pasos esos pilares celestes, claramente formaban un arco de fútbol. Unas sillas de madera podrían proporcionar la madera para construir armas y usarlas en el marco de una coreografía estilo Gladiadores Americanos; billetes falsos (pero muy realistas) que tuve que imprimir para el colegio, eran el perfecto insumo para bromear a los vecinos que pasaran por fuera de nuestra casa.
          Una tarde tomamos unos de esos billetes y los dejamos en la entrada, tan distantes como un brazo extendido, todo hiperprotegido por el Lucky, nuestro feroz pastor alemán. Desde lejos, desde la casa, mirábamos los billetes y cómo los vecinos que se percataban los deseaban como Homero a la Venus de Milo. Sin esperar nada, mirábamos por horas esos billetes. Los pájaros se posaban en el limonero del jardín y nuestro perro iba de un lado a otro acompañando a cada quien pasaba frente a él. No esperábamos nada, cuando un vecino que ya había pasado volvió con una bolsa. En ese momento se nos abrieron los ojos y el aburrimiento fue interrumpido porque sabíamos que venía algo para recordar en un futuro que no sabíamos que existiría: recordamos que el viejo ya había pasado y que se había detenido un rato, mirando a Lucky, como estudiando sus movimientos, como calculando algo. Volvió el viejo con una bolsa, una bolsa con carne. Y ahí lo entendimos todo, porque había calculado que su mano llegaba, aunque con esfuerzo a los billetes, pero también calculó que el perro le arrancaría la mano si intentaba hacerlo sin distraerlo. Así que fue a comprar la carne, porque seguro que había calculado que esos billetotes valían 10 ó 20 veces lo que gastaría en carne para distraer al cancerbero. Y es como, casi persignándose, tentó a Lucky con la carne y lo tiró lejos de los billetes, para ir rápidamente a los billetes. Tiró la carne, corrió a la reja, largo la mano, y alcanzó los billetes justo cuando Lucky, tras haber tragado el corte completo, corría veloz para arrancarle la mano al viejo cuyo destino estaba cocinado por la divinidad que castigaba a los codiciosos. Saca la mano, evita el mordisco de Lucky, sonríe, celebra, mira los billetes y se da cuenta de la tragedia, como Edipo, pero sin sacarse los ojos. O casi.