viernes, 9 de febrero de 2018

90s - Ser feliz cuando no llueve

A
Lo queramos o no, lo busquemos o no, llega ese momento en que uno ve envejecer a su madre y recuerda con alegría la primera década en la que acumuló memorias. En lo particular, mi primera década es la última antes del milenio, un mundo lleno de imágenes poco nítidas que con el pasar de los años se harían cada vez más claras hasta que todo se volviera tan aburrido como predecible. Me gusta mirar esos VHS con programas grabados desde la tele, donde los luchadores que hoy aparecen como leyendas eran los jóvenes cuyos rostros adornaban la mayoría de las poleras del barrio, o donde jugar a la pelota en la calle al ritmo de los autos que suspendieran el partido era una posibilidad real, o donde pasar una tarde completa jugando Super Nintendo era lo máximo que se podría desear. Tengo esos recuerdos, de grabar Los Simpsons y decidir si borrar un capítulo valía la pena por aquel que iban a dar en la noche (porque $990 no era un valor que pudiéramos pagar como si nada por un VHS virgen); de elegir ser siempre Italia y jugar contra mi hermano (Holanda) una clásica tanda de penales; de azotar el joystick contra el suelo por no poder superar esa etapa del Donkey Kong. Recuerdo obligar a mi hermano a jugar cartas Pokémon y pedirle que me llevara a los torneos, en los que sería humillado por jugadores que me triplicaban en edad. Recuerdo esas tardes de calor seco que se mojaba sólo con las bombitas de agua que no se reventaban contra la carne expuesta de dos niños, ese plástico que se dilataba a la par del dolor del pecho. Mientras tanto sonaba 4 Non Blonde en la radio de mi hermana, una banda que siempre olvidaré su nombre, pero lo recordaré luego. Esos recuerdos no son esencialmente buenos, sino neutros, no son particularmente felices: simplemente son el paisaje de todas esas tardes, que son las mismas tardes que ahora, pero sin el peso de saber que todo eso es como una foto en movimiento que enrolla ese extraño espacio que hay entre los recuerdos y el corazón.

B

Mirando desde ahora, vivíamos en un jardín delicioso: dos árboles se daban las manos por sobre nuestras cabezas y fuertes pilares sostenían la terraza que nos salvaba del sol. El tiempo no existían, por lo que el aburrimiento era la principal fuente de movimiento de nuestros cuerpos. Un verano particularmente productivo, en que el aburrimiento fue el déspota tirano de nuestra imaginación y la TV fue el peor aliado que pudimos conseguir, inventamos cientos de juegos: si mirábamos los árboles que se daban la mano por sobre nuestras cabezas desde cierto ángulo, bien podía convertirse en una red de voleibol; así también, cuando mirábamos desde doce pasos esos pilares celestes, claramente formaban un arco de fútbol. Unas sillas de madera podrían proporcionar la madera para construir armas y usarlas en el marco de una coreografía estilo Gladiadores Americanos; billetes falsos (pero muy realistas) que tuve que imprimir para el colegio, eran el perfecto insumo para bromear a los vecinos que pasaran por fuera de nuestra casa.
          Una tarde tomamos unos de esos billetes y los dejamos en la entrada, tan distantes como un brazo extendido, todo hiperprotegido por el Lucky, nuestro feroz pastor alemán. Desde lejos, desde la casa, mirábamos los billetes y cómo los vecinos que se percataban los deseaban como Homero a la Venus de Milo. Sin esperar nada, mirábamos por horas esos billetes. Los pájaros se posaban en el limonero del jardín y nuestro perro iba de un lado a otro acompañando a cada quien pasaba frente a él. No esperábamos nada, cuando un vecino que ya había pasado volvió con una bolsa. En ese momento se nos abrieron los ojos y el aburrimiento fue interrumpido porque sabíamos que venía algo para recordar en un futuro que no sabíamos que existiría: recordamos que el viejo ya había pasado y que se había detenido un rato, mirando a Lucky, como estudiando sus movimientos, como calculando algo. Volvió el viejo con una bolsa, una bolsa con carne. Y ahí lo entendimos todo, porque había calculado que su mano llegaba, aunque con esfuerzo a los billetes, pero también calculó que el perro le arrancaría la mano si intentaba hacerlo sin distraerlo. Así que fue a comprar la carne, porque seguro que había calculado que esos billetotes valían 10 ó 20 veces lo que gastaría en carne para distraer al cancerbero. Y es como, casi persignándose, tentó a Lucky con la carne y lo tiró lejos de los billetes, para ir rápidamente a los billetes. Tiró la carne, corrió a la reja, largo la mano, y alcanzó los billetes justo cuando Lucky, tras haber tragado el corte completo, corría veloz para arrancarle la mano al viejo cuyo destino estaba cocinado por la divinidad que castigaba a los codiciosos. Saca la mano, evita el mordisco de Lucky, sonríe, celebra, mira los billetes y se da cuenta de la tragedia, como Edipo, pero sin sacarse los ojos. O casi.

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