viernes, 20 de marzo de 2020

La muerte, esa invitación al comunismo

Quién diría que el aislamiento nos haría pensar en los demás. Que esa fantasía sexual de los que hinchan por el equipo del individualismo, la de quedarnos encerrados en nuestras casas con militares en la calle, la ejecutaríamos en nombre del comunismo. Del comunismo en un sentido preciso, es decir estético: nos encerramos por igual, vivimos la experiencia común del encierro, coordinadas todas para alargar un poco más esa otra experiencia que es la vida propia.

La pandemia nos obliga a pensarlo todo entre todos. Lo que ni la asamblea ni los videojuegos pudieron: la primera porque siempre es la alianza de unos contra la de otros, de los que queremos la experiencia común y de los que la bloquean; los segundos, porque no hacen más que multiplicar muchas veces la experiencia individual, y ya sabemos que el mundo no es la suma de todos los individuos. En ninguno de estos dos casos hay que mirar con los ojos aparentemente infinitos de la Historia: en el primero de los casos porque no hay ojos que puedan unir un desacuerdo; en el segundo, porque la suma de todos los ojos no conforman un sólo gran ojo.

Busqué el ojo en el cine. Inútilmente, he ido asistido a los filmes de pandemias. Epidemia, con Dustin Hoffman, Rene Russo y Kevin Spacey se presenta, en apariencia, como un filme contestatario en contra de esos poderes secretos que liberan un virus para luego poder vendernos la cura; por otra parte, Contagio, el filme fordista de Soderbergh, que pone en pantalla los rostros de Gwyneth Paltrow, Jude Law, Matt Damon, Kate Winslet y Marion Cotillard, nos llama la atención acerca del modelo de producción capitalista que permite que un murciélago muerda un plátano que se come un cerdo que toca un cocinero que le da la mano a Gwyneth Paltrow que contagia a todo Estados Unidos. Tanto Epidemia (1995) como Contagio (2011), aunque con mucho discurso sobre los poderosos y el sistema de producción en serie, se quedan cortas sobre esta nuestra experiencia común, porque no consiguen ser más que un mismo filme sobre los rostros de las superstars del Gran Hollywood Gran: no logran presentar el problema de un pueblo amenazado, de ese gran pueblo que llamamos Humanidad por analogía. Son historias individuales que transcurren con un telón de fondo llamado Pandemia, sin poder nunca convertirse en un filme sobre la experiencia común que convoca esa amenaza total.

He pensado en Game of Thrones, a un año exacto de su fracaso: de alguna manera, nos avisó que hay siempre algo por encima de esas disputas que llamamos sin mucho pudor “políticas”. Las disputas por el trono siempre quedarán como un juego de niños ante la amenaza total de la desaparición a manos de los Caminantes Blancos y sus infinitas huestes. Pero más profundo que eso, Game of Thrones nos habló de la memoria, carta maestra de esa metáfora que llamamos Humanidad. Hay algo, eso sí, que la serie que pudo ser la mejor de todos los tiempos alcanzó a mostrarnos sin decirlo: que siempre estemos haciendo memoria es relevante sólo si tenemos la pobre y mediocre esperanza de persistir en el tiempo. El trabajo del escritor, en ese sentido, es siempre humanista, porque valora y aprecia que esa metáfora de la Humanidad siga viva en el mundo posterior a la muerte del virus. Creemos en la muerte porque creemos en la Humanidad.

Y bueno, el deceso reciente de Max von Sydow, ese hombre tan alto como la muerte, me invitó a volver al Séptimo sello. El filme de Bergman que, en sí mismo, es una «imagen salvadora que llamamos Dios»: la peste nos recuerda la muerte como igualdad. La Muerte, ahora con mayúscula, lleva una guadaña que pondrá un límite a lo que los campos de trigo puedan o quieran crecer. La Muerte nos recuerda así que el crecimiento no importa, o más bien sólo importa para ser frenado por el corte limpio de la guadaña. Y pienso en ese corte limpio como la experiencia común que nos faltaba para hacer memoria: ya no memoria de nuestra libertad, sino memoria de que esa metáfora que llamamos Humanidad es tan frágil como el trigo que logró escapar del ojo certero de la Muerte.

La Muerte, fría, aunque no tan fría como el amor en el decir de Fassbinder, parece ser el límite de esta otra imagen vengadora que llamamos Humanidad: no podemos ir más allá de ese guardián, cuyo último obsequio es permitir vernos por única vez como un solo títere que se mira a sí mismo, pero que sus ojos son dos botones. La Muerte, aquella de la guadaña, nos regala esa experiencia común, la experiencia final del comunismo, esa idea ancestral que los dioses discutían con los hombres y las mujeres mortales. Porque hubo ese tiempo, previo a la imagen aterradora de la calavera encapuchada, donde los jardines soleados eran inundados por conversaciones acerca de lo que la comunidad divergente de animales, hombres y diosas podía lograr. Esas conversaciones acerca de las cosas importantes se perdieron en los cortes limpios de la guadaña y se convirtieron en el mito de un tiempo que no llegaría jamás, de un tiempo que fue pero que no volverá.

Quién diría que, una vez más, la guadaña nos amenazaría y, una vez más, antes del fin, nos permitiría gozar de una de esas discusiones comunistas que eran costumbre entre dioses y mujeres.

Esta puede ser nuestra última discusión.

viernes, 3 de enero de 2020

Los cines son como las iglesias


«Los cines son como las iglesias», pensé la tarde previa a la nochebuena de hace veinte años. Pocos días antes, había celebrado mi cumpleaños junto a amigos del barrio y del colegio, comiendo pizza con ketchup y tomando bebida en vasos de plástico. Recuerdo haber recibido bonitos regalos, pero ninguno llamaba tanto mi atención como la promesa que mi hermano me había hecho: sin falta, el domingo posterior a mi cumpleaños, iríamos al cine a ver Pokémon 2000.
          Un mal cálculo hizo coincidir la fecha de cumplimiento de esa promesa con la tarde de navidad. Pero promesas son promesas: revisamos en el diario y la única función disponible era a las 17:40 horas en el centro, lo que nos provocó una sensación de estar haciendo algo indebido, de estar cometiendo una pequeña traición al salir de casa ese domingo de navidad. Salimos al centro atravesados por la tensión ubicada entre el temor de no encontrar entradas, el sofocante calor de comienzos de milenio y el temor de perdernos la cena navideña. Esa sensación proditoria se agudizó cuando llegamos a nuestro favorito cine Hoyts de Agustinas, ubicado justamente detrás de la iglesia San Agustín: no había un alma en el cine, ni en el centro. Tampoco había alguien en la iglesia. Habíamos llegado una hora antes, así que con tiempo en el bolsillo, emprendimos una caminata por nuestro acostumbrado circuito de cines e iglesias. 
          Las iglesias y los cines eran las únicas puertas abiertas en todo el centro. Pasamos a la iglesia San Agustín, después fuimos al cine de Huérfanos; entramos a la iglesia Santo Domingo, luego al cine Grand Palace y terminamos en la Catedral, para luego devolvernos a ver nuestra película. En los cines mirábamos los carteles de los próximos estrenos, mientras que en las iglesias nos deteníamos ante los cuadros que representaban a los santos. Ese consumo indiferenciado de imágenes sacras y profanas, junto con la ausencia respectiva de público, me llevó a pensar que los cines son como las iglesias.
          Esa hora de caminata por el centro una tarde de navidad del año 2000 quedó impregnada en mis pies tanto como en mis ojos, de modo tal que durante los veinte años posteriores nunca dejé de repetir ese recorrido, aunque con variaciones. Algunos domingo lo repetí con mi hermano; ya en el liceo, lo compartí con mis amigos; y mientras estudiaba en la universidad, ocupaba los horarios libres entre clases para hacerlo en solitario. Así es como, a lo largo de 20 años, el circuito de iglesias y cines se fue agrandando espacialmente: hubo mañanas en las que visité un cine y una iglesia que estaban a más de 7 kilómetros de distancia. Tuve que extender el recorrido porque muchos de los cines cerraron, se convirtieron en otra cosa, desaparecieron, a diferencia de las iglesias. Por otra parte, también había tardes en que el recorrido era mínimo y consistía en poco más que cruzar una calle.
          Recuerdo una tarde mínima, en la que caminé desde el Cine Arte Alameda hasta la iglesia San Francisco de Borja, esa neogótica que la dictadura regaló a la policía. Estaban una frente al otro, por lo que el recorrido no implicaba más que cruzar la Alameda. Esa tarde, lejana ya de aquella otra tarde, nuevamente pensé que las iglesias son como los cines, aunque guardando una diferencia menor: mientras la vida de los cines se agota cuando la gente deja de visitarlos, las iglesias sólo desaparecen ante el fuego. 
           Con el tiempo, sin embargo, me he dado cuenta que los cines también se queman, como las iglesias.