viernes, 25 de diciembre de 2015

El orden de mis libros.

Sueño que, algún día, mi habitación tenga muros de color liso. Eso no es hoy y no ha sido nunca: siempre los muros de mi habitación han estado recubiertos por libros. Nunca he socializado más que con libros. En un comienzo, claro, eran libros ajenos, libros impuestos por otros: eran los libros de mi tío, los libros que había en mi casa, los libros que me regalaban. Poco a poco la estructura ha mutado, ya sea por los escasos libros que logré comprarme en mi juventud temprana, como también por las ingentes toneladas de libros robados durante mi juventud tardía. Siempre me jacto de haber robado muchos libros, pero eso sólo lo confirmo en un día como hoy, que ocurre cada dos años: el día en que mi habitación tiene muros de color liso por algunas horas.
          Saco todos mis libros de sus lugares en estantes y repisas para notar que mi habitación no tiene más nada. El orden de mis libros es un evento necesario, aunque divertido: ocurre cada dos años, momento en que ya es insostenible el seguir metiendo libros a la fuerza en espacio huecos, porque peligra mi vida: mientras duermo, existe una alta probabilidad de morir aplastado por los libros suspendidos sobre mi cama. Una muerte poética, digo a quienes me lo hacen notar. Sin embargo, poetismo aparte, hay que ordenar para no morir. Entonces, la gran pregunta, al ver los cientos de libros botados como cuerpos sin vida sobre mi piso, es: ¿cómo ordenar?
          Una vez vi un libro que decía: Cómo ordenar su biblioteca. No lo leí, pero gracias a eso me di cuenta que existen tantos órdenes como bibliotecas y pensé en cuál sería el mío. La palabra clave es: OBSESIÓN. Hace poco visité la habitación de un amigo y le dije que una biblioteca es poco más que el conjunto de obsesiones de alguien. Entiendo, desde esa perspectiva, la gran frase de John Waters: Hay que hacer de la lectura algo sexy. Si vas a acostarte con alguien que no tiene libros en su habitación, ¡Huye! Alguien sin obsesiones, muy probablemente sea un fracaso (aunque la obsesión nada asegura). Lo que sí, revisar bibliotecas es una práctica sexy que nos permite continuar la fantasía carnal, pero en secreto: hay que asumir que lo que vemos, en ese pequeño momento de revisión de una biblioteca ajena —que por lo general es de reojo, y nunca explícito—, es propio de la dueña, que cada libro lo eligió y decidió dejarlo ahí, parado o recostado. Hoy sí, puedo decir, que mi biblioteca es mía. Cada libro es mío, el orden es propio.
          Mi biblioteca está ordenada por obsesiones. El último libro que puse fue Ser y tiempo de Heidegger, un libro que nunca he leído a consciencia y creo que sirve de base para ir hacia atrás. A su lado, en un estante superior, se ubican mis “futuras obsesiones”, libros que he adquirido con la intención que algún día despierten mis pasiones: Bergson, Derrida, Lyotard. Franceses, en general. Hacia la derecha de ese estante superior, al alcance de mi mano, está “el problema político”, una obsesión constante que sirve también como decoración: los libros, coincidentemente, tienen un tono rojo, rojizo, naranjo. Detrás de esas futuras obsesiones y presente obsesión, están las obsesiones abandonadas: la sección “Wittgenstein” está exactamente al lado de la sección “Hegel”, las cuales están abrazadas por la sección “Marx”. En ese estante, en su sección baja, está una de las grandes masas de libros: “Foucault”. Como extensión suya se ubica “Feminismo” y “Biopolítica”. Como una especie de ala extendida, se asoma “Rancière” y como obsesión no terminada, justamente abajo del libro de Heidegger, se ubica “Estética”. En la esquina, hay un montón de “Tragedias” y gente obsesionada con ellas. Todos esos más de 400 libros penden sobre mi cabeza mientras duermo. Muerte poética, pienso.
          El otro estante se ubica lejos de mi cama y decidí producirlo en términos más lúdicos. La primera planta es la obsesión “Cine” (Greenaway, Pasolini, Deleuze, Lynch), que se mezcla con la planta baja conformada por mi cineteca: un montón de DVDs originales que hoy carecen de cualquier valor: entre Kubrick y von Trier se ubica un ejemplar único del filme de Hija de Perra, dedicado que pone: CHÚPALO NICO. En la segunda planta, mi obsesión “X-men”: todo el material que, en poco tiempo he recopilado de la historieta. En la tercera planta, por fin, literatura, representada por mi obsesión por la editorial “Anagrama” (Auster, Bolaño y Carver son mi ABC). Y sobre todo, una cuarta planta con “Historia”, probablemente mi obsesión más oculta y antigua, en que ficción se mezcla con un montón de libros robados que apagaron mi intención de dedicarme a eso. En un pequeño rincón, la oscura y patética sección de “Libros y revistas en que aparece mi nombre”, escondida sección como escondida la intención de hacer crecer ese volumen durante cada bienio.
          Mirando mi biblioteca ordenada, cansado, escribo esto: miro hacia el lado y tengo tres libros de arte, que conforman la obsesión “Arte”, todo coronado por una pequeña escultura de un cinematógrafo. Sobre eso, un par de cuadros de artistas que admiro. Pienso en el orden de uno de los cuadros. Pienso que pronto se desordenará todo, que pronto llegaré con nuevos libros o nuevas obsesiones. Pienso en todos los libros rescatados (robados). Pienso en los que están dedicados. En los que me regaló alguna ex, que está profundamente dedicado. En aquellos que tienen marcapáginas o fotos de ella que cumplen con esa función. Pienso si alguno tendrá un billete de la suerte o si hay alguna frase que me salvará la vida en algún momento y que aún no he leído. Pienso en el nuevo año y en cómo esta máquina mutará de nuevo. Si acaso habrá más libros dedicados, si acaso habrá más y nuevas fotos perdidas entre páginas, o en cuáles serán las nuevas obsesiones. Pienso que no soy más que un montón de obsesiones visibles para cualquiera que se pregunte si huir o no antes de entrar y revisar.

martes, 15 de diciembre de 2015

Tu voz.

La escritura es la voz de los cobardes. Una carta de amor, por ejemplo, es la manera privada en que escribimos un libro encantador que tendrá sólo dos ojos encima. Uno puede relatar lo escrito en una carta de amor, pero sólo la leerá quien deba leerla. Alguna vez leí una carta de amor para alguien que no era el destinatario, y el resultado fue nefasto: una expresión de pez en los ojos que me impidieron terminar de leer por la vergüenza de estar malgastando la voz en alguien que, a lo sumo, luego recordará ese momento como uno de esos que se olvidan.
          La voz es aquello que nos permite protestar, hacernos parte de algo común. La declaración vocal, ya no escrita, es la manera en que la verdad es dicha, como el loro gigante que aparece en el cielo final de Felicité. Es por eso que si bien la buena escritura puede cautivar, es la voz la que secuestra. Lo escribo, porque una voz me tiene secuestrado. No es la voz útil del liderazgo que nos motiva a las armas, como tampoco es la voz de mando irresistible que el perro acata cada tarde. Es una voz nocturna, una voz inútil, una voz secreta.
          Es una voz nocturna, porque fue la noche creada principalmente para decir aquello que no se puede decir el día de mañana. Es la noche aquel espacio en que los labios ya no tienen rostro y dejan de hablar para dar paso al murmullo. La suavidad de la noche es la que permite que la verdad tenga como vía la voz y no la letra ni la palabra.
       Voz inútil, voz que no tiene finalidad. Podría entregarle cualquier cuento de Flaubert o Dostoievski, cualquier canción de Blondie o Breton, cualquier poema de Neruda o Thomas. Cualquiera o ninguna, y el resultado sería ese secuestro de sentirme como mirando directamente a la plana oscuridad del horizonte nocturno por la ventana iluminada de un balcón de mármol. Una voz que no vale por lo que dice, sino que por lo que calla, pues la voz del silencio permite la voz de la mirada. Mirarla es, por cierto, una nueva forma de su voz. Inútiles ambas, como la noche.
          Y secreta. Secreta porque el secuestrado soy yo, solo yo y nadie más. Al menos nadie más a la vez, pues me parece imposible el hecho de poder imaginar ser la única posible víctima de tan sublime delito. El secuestro propio es la forma secreta en que esa voz inútil y nocturna hace de sí misma un regalo más grande que cualquier desvío de sus labios. Y la voz es secreta, finalmente, porque luego de aparecer me veo obligado a olvidarla, haciendo así de su disfrute algo por lo que cambiaría toda mi memoria de infancia.
          Es tu voz, ese secreto inútil y nocturno, lo que me hace forzar cada toque de manos, cada choque de piernas y cada mirada coincidente. Es tu voz nuestra intimidad. Es esa voz, la tuya, la que me obliga a mirar cada rincón de mi habitación como un grito desesperado para escribirte, pues el mío es el lenguaje de los cobardes.

lunes, 7 de diciembre de 2015

Grullas que tenían algo escrito dentro.



La elegancia que te negaste fue su propia confirmación.
Escribir la URL de tu blog sobre el de una página porno.
Saber que el asiento que ocupaste ya no produce sombra.
El cloro que nunca me echaste encima ya no destiñe.
Una lectura de naipes no consigue lo que tu carta.
Soñar que te dedicaba una canción en el primer karaoke.
Muchas veces el libro está contenido en su epígrafe.
La juventud es un recuerdo de la vejez.
El girasol no crece si no es plantado en tierra húmeda.
No abrir las ventanas en verano es un homenaje a ti.
Cada copa rota se convierte en el escorpión capitalino.
La serpiente muerta nunca será de fuego.
Hay un karaoke sin público al que nunca fuimos.
La profecía de la estrella cayendo era falsa.