jueves, 26 de mayo de 2016

Glitter plateado.

Aprendí que era un color. Mal que mal, era su color “favorito”. Sus labios, sus calzas, una chaqueta, la vestimenta de la protagonista de un filme, un cintillo, un marcapáginas, una pequeña bandera, un brazalete, un cuaderno de notas, un lápiz y la portada de un disco. Todo era “de color glitter plateado”. Una pegatina brillante que desprende sobrios chispazos como de champaña adornaba sus objetos preferidos. No era todo de ese brillante a la vez, pero siempre había algo. El último objeto que recuerdo fue un “me gustas mucho”, al que correspondí.
          Desde entonces, la relación entre el cariño y el glitter se me presenta como una visión ante un espejo transparente: hay cariño de color glitter, hay glitter en el cariño. Ese último objeto glitter produjo en mí un espacio de sinceridad que antes nunca hube experimentado. Fue una escena perfecta: sus primeras palabras fueron “nunca miro a los ojos”, por lo que esa práctica se convirtió en un determinante de lo que era sincero y lo que no: no mirar a los ojos era su señal de sinceridad profunda. Sentados al borde de una cama, ella armaba un cigarrillo. Había un silencio común, duradero, de varios minutos, que no era incómodo. De pronto, reconocí un brillo en su mejilla, era un pequeño cuadrito de glitter que brillaba en las tonalidades especiales del color: violeta, celeste, blanco y un fugaz verde pálido. Sin pensarlo, atiné a sacar el cuadrito mediante una caricia en su rostro. Dejó de armar el cigarrillo y me miró sonrojada. Agachó la vista y, con un gesto mediano entre vergüenza y tristeza, me lo dijo. El pudor, sincero, me hizo mirar el cuadrito de glitter en mi dedo. Ninguno sabía qué había ocurrido, pero la habitación brillaba como una silenciosa explosión de una burbuja.