miércoles, 26 de octubre de 2016

En la oscuridad no hay sangre, o sobre lo dantesco.

Dante creyó estar a prueba, ese fue su problema. Que Beatriz le trazó una ruta que iba desde el Infierno hasta el Cielo, pasando por el Purgatorio, es un problema de Dante. El asunto, visto desde acá, es que a Beatriz no le importaba: todo, incluso la travesía, era un invento de Dante.
          Lo “dantesco” no es un montón de machos cabríos violando vírgenes, o adivinos con el rostro hacia la espalda, ni ríos de sangre llevando gritones con su corriente. Lo dantesco es el engaño. El auto-engaño, precisamente. pero sólo un auto-engaño vale la pena ser catastrado como el último de los pecados: el auto-engaño amoroso. Lo es porque supone una derogación egoísta de las penas correspondientes a la infracción de de las reglas que configuran el Infierno, pero lo es también porque hace del otro un simple títere de nuestros deseos: amar a otro no puede significar convertirlo en un mero conejo, un conejo en una pista de dogos que compiten por cazarlo.
          Y dantesco es el amor. Asumir que el otro, ese especial otro que mueve el mundo con sus alambres hirvientes, es un arquitecto del laberinto que nos separa del Paraíso es triste. Hay formas fáciles de decirlo, pero el asunto es que lo dantesco es la mentira, la mentira a uno mismo: 

dantesco es leer una respuesta en el silencio ante una carta de amor;
dantesco es esperar que alguien te espera tras escupir su corazón;
dantesco es invitar una copa a alguien que no ingiere alcohol;
dantesco es incluir en una orgía a quien te idolatra;
dantesco es divorciarte de tu alma gemela;
dantesco es escribir.

          Y dantesco es apuñalar a alguien en el rincón de los amantes y susurrarle al oído: “En la oscuridad no hay sangre”.