viernes, 3 de enero de 2020

Los cines son como las iglesias


«Los cines son como las iglesias», pensé la tarde previa a la nochebuena de hace veinte años. Pocos días antes, había celebrado mi cumpleaños junto a amigos del barrio y del colegio, comiendo pizza con ketchup y tomando bebida en vasos de plástico. Recuerdo haber recibido bonitos regalos, pero ninguno llamaba tanto mi atención como la promesa que mi hermano me había hecho: sin falta, el domingo posterior a mi cumpleaños, iríamos al cine a ver Pokémon 2000.
          Un mal cálculo hizo coincidir la fecha de cumplimiento de esa promesa con la tarde de navidad. Pero promesas son promesas: revisamos en el diario y la única función disponible era a las 17:40 horas en el centro, lo que nos provocó una sensación de estar haciendo algo indebido, de estar cometiendo una pequeña traición al salir de casa ese domingo de navidad. Salimos al centro atravesados por la tensión ubicada entre el temor de no encontrar entradas, el sofocante calor de comienzos de milenio y el temor de perdernos la cena navideña. Esa sensación proditoria se agudizó cuando llegamos a nuestro favorito cine Hoyts de Agustinas, ubicado justamente detrás de la iglesia San Agustín: no había un alma en el cine, ni en el centro. Tampoco había alguien en la iglesia. Habíamos llegado una hora antes, así que con tiempo en el bolsillo, emprendimos una caminata por nuestro acostumbrado circuito de cines e iglesias. 
          Las iglesias y los cines eran las únicas puertas abiertas en todo el centro. Pasamos a la iglesia San Agustín, después fuimos al cine de Huérfanos; entramos a la iglesia Santo Domingo, luego al cine Grand Palace y terminamos en la Catedral, para luego devolvernos a ver nuestra película. En los cines mirábamos los carteles de los próximos estrenos, mientras que en las iglesias nos deteníamos ante los cuadros que representaban a los santos. Ese consumo indiferenciado de imágenes sacras y profanas, junto con la ausencia respectiva de público, me llevó a pensar que los cines son como las iglesias.
          Esa hora de caminata por el centro una tarde de navidad del año 2000 quedó impregnada en mis pies tanto como en mis ojos, de modo tal que durante los veinte años posteriores nunca dejé de repetir ese recorrido, aunque con variaciones. Algunos domingo lo repetí con mi hermano; ya en el liceo, lo compartí con mis amigos; y mientras estudiaba en la universidad, ocupaba los horarios libres entre clases para hacerlo en solitario. Así es como, a lo largo de 20 años, el circuito de iglesias y cines se fue agrandando espacialmente: hubo mañanas en las que visité un cine y una iglesia que estaban a más de 7 kilómetros de distancia. Tuve que extender el recorrido porque muchos de los cines cerraron, se convirtieron en otra cosa, desaparecieron, a diferencia de las iglesias. Por otra parte, también había tardes en que el recorrido era mínimo y consistía en poco más que cruzar una calle.
          Recuerdo una tarde mínima, en la que caminé desde el Cine Arte Alameda hasta la iglesia San Francisco de Borja, esa neogótica que la dictadura regaló a la policía. Estaban una frente al otro, por lo que el recorrido no implicaba más que cruzar la Alameda. Esa tarde, lejana ya de aquella otra tarde, nuevamente pensé que las iglesias son como los cines, aunque guardando una diferencia menor: mientras la vida de los cines se agota cuando la gente deja de visitarlos, las iglesias sólo desaparecen ante el fuego. 
           Con el tiempo, sin embargo, me he dado cuenta que los cines también se queman, como las iglesias.

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