miércoles, 7 de agosto de 2019

Wimbledon 2019


Llevo tres noches y serán cinco. Me he aprovechado de una aguda faringitis que me tiene postrado para ver sin presión un set por noche de la final de Wimbledon 2019, en la que se enfrentó Roger Federer con un tenista serbio. Tengo claro que al final de mi camino me encontraré con una derrota de Federer, pero eso no me inhibe el goce que da contemplar aquello que David Foster Wallace llamó «belleza cinética» de los «momentos Federer»: esa experiencia religiosa en la que el hecho de padecer un cuerpo débil, pesado y frágil como el mío se reconcilia con las imágenes del cuerpo danzante de Federer que, como delegado de la divinidad, literalmente juega con sus rivales. Aunque, mientras ellos juegan al tenis, Federer juega a ser hombre.
          En algún pasaje Ludwig Wittgenstein se refería a las reglas del tenis y decía que no había una regla específica que pusiera límites a cuán alto o cuán fuerte uno puede pegarle a la pelota, y lo escribía así porque eso es lo que uno ve cuando ve un partido de tenis: dos cuerpos elegantes intentando poner en jaque al cuerpo del rival, recurriendo a las armas de la fuerza, la precisión y la resistencia. Pero al ver jugar a Federer, al verlo jugar a ser hombre, una se da cuenta que para él se trata de otra cosa, de algo completamente diferente y que quizá nadie nunca llegue a comprender. Y eso es algo que confirma esa anécdota con Philippoussis, en la que el australiano confesaba que, a medida que el cansancio hacía sus estragos, percibía la pelota cada vez más pequeña y veloz como una bolita, mientras Federer la percibía cada vez más grande y lenta, como si fuera una pelota de playa. 
          Y de eso una se da cuenta cuando ve a Federer disputar las pelotas hasta el final: que el tenis para él se trata de otra cosa, que no juega contra sus rivales, que no intenta derrotar al que tiene al frente. Por eso su sonrisa cada tantos puntos y por eso, también, la cara de frustración del serbio tras ganarle la final de Wimbledon: porque el tenis, para Federer, se trata de otra cosa, de algo que no puede ser dicho claramente.
          Podrá ganar el serbio, pero eso a nadie debiera importarle, porque lo que está en juego no es la copa de dos asas que Federer ya ha besado tantas veces, sino esa experiencia mística en la que la humanidad se reconcilia con la idea de tener un cuerpo. De ser un cuerpo.

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