viernes, 4 de marzo de 2016

La segunda risa.

Esta vez no pude reconocer qué leía. La primera vez intuí que era Bolaño, pero podía ser cualquier otra cosa. Muy de estudiante de letras, en todo caso. Esta vez, insisto, no pude reconocer la identidad del texto: leía desde su iPad. Raro, pensé, para quien ante mis deducciones era una estudiante de letras.
          Ya no estábamos en posición de sorprendernos de la presencia del otro en la micro. De una manera singular, ya nos conocíamos, y ambos lo sabíamos. Probablemente no nos miramos en momento alguno, pero para quienes leemos, el guión no está dado. Sus anteojos rojos iluminaban su sonrisa, igual, aunque diferente: esta vez era verano. Verano fulgurante versus aquel otoño que ocultó una risa común.
          Conociendo de antemano dónde se bajaría, me preparé para evidenciar de manera más explícita qué era lo que yo leía (y así facilitar la complicidad de lecturas): Pola Oloixarac. Alcé el antebrazo, cambié de página, me arreglé los lentes. Inútil: siguió en la micro, habiendo pasado ya su parada. No supe qué hacer, como el actor que olvidó el último parlamento de la obra. Improvisé, pero era de mañana y pronto llegábamos a mi parada. Al bajarme sentí su mirada, pero fue sólo eso.
          Durante la noche, me reuní con mis amigos, a planificar el año: esos bares que durante el verano acogen a los sobrevivientes en sus terrazas son la excusa perfecta para hablar fuerte. Incluso sorprendiéndome a mí, conté sobre ella a mi amigo. La describí de una manera que ni yo podría reconocer en mí. Me sorprendí tanto que me pareció normal el hecho que, mientras la describía con adjetivos circulares, ella pasara caminando veloz por el lado de nuestra mesa. “Es ella. Ella”, le dije a mi amigo. Reímos. Una segunda risa. Espero sean tres.

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