domingo, 13 de marzo de 2016

Voz única.

Le pedí que me leyera. En las noches. Cualquier cosa, una novela que por su escasa singularidad quedaría en el velador o en el baño sin poder entregarse argumentos en favor o en contra, una revista de moda que contara con un horóscopo reforzado hacia sus últimas páginas, una carta que llegó y fue abierta durante la noche. Lo que fuera. 
          La primera cosa que me leyó fue un pequeño librito de color chillante con el evangelio de Mateo. Escuchándola leer aprendí que el padre nuestro está en ese evangelio y, también, que su voz seguía siendo el sonido que lograba tocar cada nota musical en un punto específico, produciendo la armonía con la que Mateo escribió el evangelio.
          Leyó luego un manual de arte, de historia del arte, en el que su autor se excusaba de escribir “arte” donde sólo debería poner “pintura”, porque no se referiría a otras artes. Las excusas de un escritor sólo pueden ser leídas como parte integrante de la obra, por lo que antes que sentirse por la excusa, lo que allí hay es una tesis, me dijo tras leer el prólogo. Noté que su voz al leer era distinta de su voz al hablar de manera espontánea (dudé si referirme a su voz en ambos casos, pues quizá sólo una de esas voces era la verdadera suya).
          Cuando leyó un cómic cambiaba de voces para entregar un criterio sonoro de identidad a cada personaje que aparecía. Describía cada viñeta de la manera más fiel a los límites del lenguaje: “Una habitación oscura, con tablas por piso y una tambaleante ampolleta que simulaba una luz originaria —por cierto que hay una referencia a la creación…”. El cambio de la voz múltiple de los personajes desconocidos visualmente hacia la voz propia de la descripción de la viñeta, era un delta que permitía mirar por el cerrojo de su intimidad. Era imaginarla como parte de un cómic y poder leer sus globos de texto con mi voz.
          “El amor es un proceso de escucha de la voz única…” me leyó. Frenó incuestionablemente, su silencio gris me hizo reaccionar y percatarme que debía fijarme en lo que había leído. Para mí, su lectura a ratos no tenía significado: ya había separado la semántica de la fonética. Pero esa separación me permitía volver y repetirme en voz alta: “Proceso de escucha”, dije en voz alta. Su mirada también era silenciosa, un silencio gris que sugería la alianza entre todas las voces para enunciar lo recién leído, cantado. “De una voz única”, me agregó. “De una voz única, de una voz única, DE UNA VOZ ÚNICA…”, repetía con diferentes voces, como si estuviese haciendo una prueba de una voz recién comprada, pero a la vez intentando encontrar esa voz suya por la que yo podría decir que es de ella.
          A la tarde siguiente, me leyó una carta suya. 
          No me leyó de nuevo.

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