lunes, 8 de febrero de 2016

Una carta es un naufragio.

Aunque le parecía gracioso recibirlas, ya llevaba varias cartas sin siquiera darse el pequeño trabajo de abrirlas. Las primeras, con ansias, no podía evitar destruir el sobre en varios pedazos irregulares e incluso dañar algo del contenido, que por lo general era una única hoja blanca escrita con tinta. Luego, con más calma y de una manera que tendía vertiginosamente a una rutina pasional, procedía a cortar el sello y abrir el sobre con cuidado tal que se conservaba completamente la hoja del contenido. En el comienzo, acumulaba las cartas, con el sobre incluido, en una caja de madera que servía exclusivamente para esos propósitos; luego, eso parecía cada vez menos necesario, porque ya habían muchas cartas en el depósito, y de seguro vendrían muchas más. 
          Una mañana recibió la carta, pero en el preciso momento en que salía de casa: la cogió, subió rápidamente a su habitación, la miró y dudó un breve instante si abrirla o no. La dejó en su escritorio, con la esperanza de abrirla a su regreso. Esa noche fue a una celebración, lo que le impidió llegar temprano y ver con luz del día su despacho iluminado por la carta. No abrió la carta, no la leyó, ni ese día, ni el siguiente. Llegó otra carta, que decidió no leer porque ya tenía una acumulada. No leyó dos cartas, porque creía que debía darles a cada una un momento específico, un momento ideal que no fuese interrumpido ni por malos pensamientos ni sentimientos, tampoco por malestares físicos. Esa noche padecía dolor de cabeza, al siguiente de estómago, al tercero simplemente estaba cansada. Ya había tres cartas acumuladas al lado de un montón de libros sin leer, acumulados como las cartas: uno de los libros era un registro sobre navíos naufragados en las costas orientales en el año 1771; otro era un tratado de economía doméstica escrito originalmente en ruso, pero que había sido traducido al castellano por primera vez por la cónyuge de un capitán; el más grande de los libros era una biografía de un director de orquesta sinfónica austríaco que su padre había conocido antes de morir y con quien había tramado una intensa amistad sostenida en gran parte gracias al intercambio de correo. Tal como no le daba un tiempo específico a esos libros, no se lo dio a las últimas tres cartas.
          Tampoco era algo muy relevante, dado que jamás había contestado una carta. A veces, realizaba el innecesario ejercicio de ponerse del lado de su remitente y pensar en el acto de fe que significaba escribir lotes y lotes de cartas cuyo profundo contenido sólo podían expresar lo sincero de un rezo. Pensaba que, de hecho, era como un rezo: no tenía señal alguna que ella, la destinataria, siquiera abría las cartas. Nada más que su deseo de escribir y enviar, o su fantasía de apertura de las cartas, le permitía seguir. Ese ejercicio innecesario, sin embargo, no la motivaba a hacer algo distinto. Cada una de las cartas que leía la hacían despeinarse, pero esa despeinada de alguna manera no era la misma que leía. Había una brecha gruesa entre ella y la destinataria, aquella a la que le pertenecía eternamente un remitente, un remitente que no debiese aparecer jamás. 

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