Al no reconocer el techo, mi techo, me asusté.
Ese temor que no dura una fracción de tiempo, que solo es una punzada
atemporal. Pronto recordaría por qué no reconocí ese techo, pero mientras
estaba en ese espacio de temor, me gritó desde fuera de la habitación que si
estaba despierto. Tardé una reflexión en responder que sí: “¡Sí!”, tuve que
decir por segunda vez. La reflexión que tardé fue si acaso había dormido con
ella o no: miré la cama y el desorden de las sábanas era tan ambiguo que podía
ser que dormimos juntos y ella tuvo un sueño calmo, o que yo tuve un sueño
desordenado. Intenté recordar, pero no lo logré.
“Vamos
de salida, me vas a acompañar”, me dijo pasándome una toalla. Al borde de la
cama miraba por la ventana: había sol que iluminaba sin calor, corría viento.
Recordé algo de mi sueño: soñé con ella y que estábamos en un muelle, era de
tarde, previo al ocaso. Mirábamos y reconocíamos las estatuas que salían del
mar: recordaba nítidamente una de Ganesh, a la que yo insistía en decir que era
la estatua de la libertad.
Mientras
íbamos en el auto, no me atreví a preguntarle si dormimos juntos, porque de
alguna manera me parecía evidente que sí. Su vestido blanco hacía rebotar la
luz del sol en mis lentes. Tenía resaca, aunque intenté disimularla. “Estamos
llegando, por cierto. Es una misa”, me dijo. Me pareció un panorama divertido, sin
pensarlo: una misa, un ritual, liturgia, velas, cantos, disciplina, vitrales,
sentarse, pararse. Imaginé jardines y calma. Era una resaca perfecta, pero
también un momento de silencio junto a ella. No hablamos hasta llegar: una
iglesia montada en la cima de una colina. El camino de llegada era único,
rodeado de rosales. Las escalinatas de piedra parecían calientes, por el impacto
del sol acumulado durante la mañana. Subían junto a nosotros unos clérigos,
siguiendo un ritmo determinado, casi aprendido, claramente sincronizado. Uno de
ellos se detiene, desarmando la sincronía, para saludarla. Lo saludo y me alejo
mientras ella se queda conversando con él y otro clérigo que se uniría al
instante. Me alejé, pasando por entre la abertura de un rosal. Caminé por el
pasto. A lo lejos, casi detrás del edificio que hacía las veces de iglesia veía
un árbol, que parecía ser un jacarandá. “¡Ven! Ya va a empezar”, me gritó
animosa.
Era
un rito especial, no era una simple misa: era un ritual de cosecha, o algo así.
Se celebraba el cambio de ciclo, la llegada de la primavera: “Qué premoderno.
Celebrar la naturaleza. Es premoderno”, le dije y me hizo callar. Aunque se
rió. Eso me importaba, que se riera. Detrás del altar había un ventanal
transparente. Mientras miraba las coreografías que ocurrían en el altar, yo
intentaba mirar más allá, a ver si alcanzaba el jacarandá. Intercalaba miradas
entre el ventanal y ella. Intercambiábamos sonrisas. Me sentí como en el Edén,
por un espacio, un espacio similar al del temor del despertar, un espacio que
no es de tiempo.
Dado
que no logré dar con el jacarandá durante la misa, mi intención era ir a verlo
apenas saliéramos de la iglesia. Pensé que pude haberlo imaginado. No quise
contarle del jacarandá para no quedar como loco. Le propuse que diéramos la
vuelta a la colina. Una sensación de temor se apoderó de mí mientras conseguía
la perspectiva para mirar el árbol. El árbol estaba allí: nos sentamos bajo su
sombra. Estábamos en silencio, a la sombra del jacarandá. Pensé en contarle
sobre el temor de no reconocer el techo. Pensé en contarle sobre el sueño y
Ganesh. Pensé en contarle sobre la existencia de este árbol. La miré y me miró,
me miró como sabiendo del techo, Ganesh y el jacarandá.
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