lunes, 8 de diciembre de 2014

Hadewijch, quinto demonio.


Al no reconocer el techo, mi techo, me asusté. Ese temor que no dura una fracción de tiempo, que solo es una punzada atemporal. Pronto recordaría por qué no reconocí ese techo, pero mientras estaba en ese espacio de temor, me gritó desde fuera de la habitación que si estaba despierto. Tardé una reflexión en responder que sí: “¡Sí!”, tuve que decir por segunda vez. La reflexión que tardé fue si acaso había dormido con ella o no: miré la cama y el desorden de las sábanas era tan ambiguo que podía ser que dormimos juntos y ella tuvo un sueño calmo, o que yo tuve un sueño desordenado. Intenté recordar, pero no lo logré.
            “Vamos de salida, me vas a acompañar”, me dijo pasándome una toalla. Al borde de la cama miraba por la ventana: había sol que iluminaba sin calor, corría viento. Recordé algo de mi sueño: soñé con ella y que estábamos en un muelle, era de tarde, previo al ocaso. Mirábamos y reconocíamos las estatuas que salían del mar: recordaba nítidamente una de Ganesh, a la que yo insistía en decir que era la estatua de la libertad.
            Mientras íbamos en el auto, no me atreví a preguntarle si dormimos juntos, porque de alguna manera me parecía evidente que sí. Su vestido blanco hacía rebotar la luz del sol en mis lentes. Tenía resaca, aunque intenté disimularla. “Estamos llegando, por cierto. Es una misa”, me dijo. Me pareció un panorama divertido, sin pensarlo: una misa, un ritual, liturgia, velas, cantos, disciplina, vitrales, sentarse, pararse. Imaginé jardines y calma. Era una resaca perfecta, pero también un momento de silencio junto a ella. No hablamos hasta llegar: una iglesia montada en la cima de una colina. El camino de llegada era único, rodeado de rosales. Las escalinatas de piedra parecían calientes, por el impacto del sol acumulado durante la mañana. Subían junto a nosotros unos clérigos, siguiendo un ritmo determinado, casi aprendido, claramente sincronizado. Uno de ellos se detiene, desarmando la sincronía, para saludarla. Lo saludo y me alejo mientras ella se queda conversando con él y otro clérigo que se uniría al instante. Me alejé, pasando por entre la abertura de un rosal. Caminé por el pasto. A lo lejos, casi detrás del edificio que hacía las veces de iglesia veía un árbol, que parecía ser un jacarandá. “¡Ven! Ya va a empezar”, me gritó animosa.
            Era un rito especial, no era una simple misa: era un ritual de cosecha, o algo así. Se celebraba el cambio de ciclo, la llegada de la primavera: “Qué premoderno. Celebrar la naturaleza. Es premoderno”, le dije y me hizo callar. Aunque se rió. Eso me importaba, que se riera. Detrás del altar había un ventanal transparente. Mientras miraba las coreografías que ocurrían en el altar, yo intentaba mirar más allá, a ver si alcanzaba el jacarandá. Intercalaba miradas entre el ventanal y ella. Intercambiábamos sonrisas. Me sentí como en el Edén, por un espacio, un espacio similar al del temor del despertar, un espacio que no es de tiempo.
            Dado que no logré dar con el jacarandá durante la misa, mi intención era ir a verlo apenas saliéramos de la iglesia. Pensé que pude haberlo imaginado. No quise contarle del jacarandá para no quedar como loco. Le propuse que diéramos la vuelta a la colina. Una sensación de temor se apoderó de mí mientras conseguía la perspectiva para mirar el árbol. El árbol estaba allí: nos sentamos bajo su sombra. Estábamos en silencio, a la sombra del jacarandá. Pensé en contarle sobre el temor de no reconocer el techo. Pensé en contarle sobre el sueño y Ganesh. Pensé en contarle sobre la existencia de este árbol. La miré y me miró, me miró como sabiendo del techo, Ganesh y el jacarandá.  

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