domingo, 30 de noviembre de 2014

Pharmakon, cuarto demonio.


Posología es una palabra que aprendí entonces. Era una palabra que se adecuaba bien a toda la relación con Celeste: debía reducir la posología de contacto con ella, reducirla lo más cercano a cero. Claro que también debía hacerlo con el modo general en cómo llevaba mis ingestas: para la posología lo más importante es la dosis, el arte de la dosis que un médico maneja. Nunca pensé la posología como una ciencia, más bien como un arte. Era el arte de las medidas. Cuando abría una caja y leía las instrucciones: POSOLOGÍA, sentía una grata sensación, una cierta complicitud me envolvía con ella. Sabía que lo que ese papel dijera era simplemente una sugerencia y no un mandato.
            Tres veces al día. Una vez, después de comida. Consulte con su médico. No mezclar con otros medicamentos. La dosis habitual es de dos cápsulas al día. Leía cada vez los documentos, de manera ritual: me sentaba al borde de la cama, tomaba un sorbo de agua, la primera caja, la abría, el papel, POSOLOGÍA, desencapsulaba una pastilla, glup. Me iba al baño mientras dejaba preparada otra cápsula para cuando terminara. En el baño ingería otra pastilla. Cuando volvía, la tercera. Eso en un comienzo. Luego las mañanas eran de cóctel: agarraba tres o cuatro cápsulas y glup. Me sentía experimentando, con mi cuerpo. Las tripas me molestaban cada vez más, sentía cómo cada cápsula erosionaba mi interior, el interior de mi cuerpo.
            Si quieres, sube la dosis. Eso me decía el médico: “si quieres”. Me provocaba risa, dejaba todo en mi poder, cuando la posología indicaba exactamente lo contrario: pregunte a su médico, mi médico me decía que si quería lo hiciera. Pero le creía, o creía que él creyera en mí: no era un suicida, jamás me vi en una situación de sobredosis como una quinceañera que intenta matarse de manera fallida para que alguien se ocupe de su triste vida. Él lo sabía. Siempre discutíamos sobre el más reciente artículo acerca de los antipsicóticos predilectos: la discusión sobre Olanzapina fue de las más extensas: él, apoyado en un artículo de reciente publicación, me decía que Olanzapina podía recetarse para un paciente razonable a fin que pudiese dormir bien; yo le respondía que era un antipsicótico, que claramente podía producir algo en un paciente no esquizo. En el fondo hablábamos de mí y mi imposibilidad de dormir antes de las cuatro de la madrugada. Tenía miedo al antipsicótico y argumentaba para que no me regalara las pastillas de muestra. Supongo que el discutir artículos indexados en cada sesión era lo que le daba confianza en mí. Por cierto, él era un psicópata: una cabeza lisa y brillante, lentes gruesos que no lograban ser vintage, pero que sí eran de otra época, un acento turco reconocible hasta por escrito, no bebía ni fumaba y se jactaba de eso. “Tómalas, tú sabes lo que haces”, me decía. Siempre me recetaba una tableta, pero me regalaba otras siete que habían sido defendidas en una universidad australiana el mes pasado, o que se encontraban en período de prueba en Oxford desde hace un par de meses. Sabía cuál era mi límite, sabía lo que yo buscaba. Ahora creo que lo que buscaba entonces era saciar el tedio.
            La posología, finalmente, pasó a ser simplemente una manifestación de mi poder: las dosis que me señalaba mi médico eran las que yo quisiera. El poder que obtuve sobre mí gracias a un set de siete cápsulas diarias me espantó, aunque supe administrar el poder: podía dormir y despertar a la hora que quisiera, podía eliminar cualquier imperfección del rostro, podía hacer crecer un poco de pelo en cualquier parte del cuerpo, podía evitar todo tipo de alergias, podía dejar de comer o abrir mi apetito, podía dominar erecciones duraderas. Incluso supe administrar cápsulas que, haciéndome mal, podían servir instrumentalmente de acuerdo a sus efectos secundarios: somníferos que aceleraban el efecto del alcohol, produciendo que gastara menos en cada noche; estimulantes sexuales que aceleraban el latido del corazón, produciendo la inquietud de alguna chiquilla y posterior explicación de un falso problema médico; antinflamatorios que funcionaban mejor que las anfetas; el Xenical me quitaba el hambre durante un par de días, lo que implicaba no gastar en comida. Supe administrar el fármaco completo: lo bueno y lo malo, todo eso que es a la vez.
            Pero una mañana decidí dejar toda posología. Lo que me gustaba de ese poder era que podía hacer lo que quisiera, podía demostrarme que mi cuerpo era mío, que yo no era mi cuerpo. Tenemos cuerpo, no somos cuerpo. Llevar la posología a cero era parte del poder. Llevar la posología a cero es la única y gran muestra de poder absoluto.

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