Era una sombra a lo lejos, que caminaba desde
el horizonte como un extraño errante. Una sombra en ese día soleado producía
incomodidad. Nosotros, en la cima de un montículo coronado por un jacarandá,
padecíamos la sombra entre breves rayos del sol. Reposábamos el banquete. A
nuestro alrededor, los extensos pastos del campus, casi sin fin. Casi, porque
esa sombra que se acercaba marcaba, para mí, el fin. “¿Qué más se puede pedir?”,
dijo Celeste, mirando su copa. “¡Wine in
the afternoon o muerte! Ese es el lema”. Los demás, desatentos, sonrieron
por el lema. Miré a Celeste y me gustó por un instante. Me gusta su pelo de
niño, pensé. La sombra tomaba forma: era un gordo, muy grande, abrigado y que
sonaba a su andar, porque traía consigo herramientas colgando. Corrió un viento
suave, pero fuerte. “Qué frío. Yo me largo. Ustedes quédense aquí con su tarde
improductiva. Alguien tiene que hacer que esto funcione”, alegó Rosa. Me
despedí de ella con la mano. Celeste le dijo algo, un insulto amistoso. Y Nikolai
la miraba, con tristeza, porque una vez más se iban separados. El sol sobre
nosotros y Nikolai mirando taciturno el trayecto que dejaba Rosa en su andar.
Cuando ella hubo desaparecido en el horizonte, o más allá, Nikolai sirvió una
nueva ronda de vino.
El
andar del demonio era lento, pero continuo. Llegaría en algún momento y lo más
pronto que pudiera, pues iba en línea recta. El calor del sol no lo afectaba,
sino la luz. Yo esperaba con ansias la llegada del errante, aunque también
barajaba la opción de pararme e irme antes que llegara. “Gargantúa”, exclamó
Celeste. “Llegará Gargantúa y nos quedaremos aquí toda la tarde. Empezaré a
irme”. Ante mi sorpresa, ambos ya habían notado la venida del demonio y estaban
prestos a irse. Habían terminado su
última copa, antes que yo diera el primer sorbo. De pronto me vi solo, mirando
cómo mis amigos se alejaban y desaparecían tras el horizonte, línea que me
pareció idéntica a un ojo cerrado. Los párpados que son el cielo y la tierra,
me dije, y cuando terminé de decirlo, me vi rodeado de sombra. Gargantúa había
llegado y se sentó a mi lado.
Contrario
a la intuición, Gargantúa no era desagradable a la compañía. Olía bien y sus
conversaciones entretenían. Se sirvió el vino restante en la botella abierta y
abrió otra. Yo no bebí más, pero estuve escuchándole toda la tarde. Cayó el sol
y seguíamos bajo el jacarandá. Gargantúa sacó comida de su saco y comimos, pues
desde el almuerzo ya habían pasado varias horas. De pronto, un vino tinto para
esperar la noche, que la luna ya empezaba a iluminar. No tomé en cuenta lo que
me contaba, solo pensaba en mí y en qué pasaría si Celeste llegara. Un viento
frío corrió y Gargantúa dijo un chiste a propósito. Fue muy gracioso, me reí
menos que la gracia que me causó. Pero debía irme, pasé toda la tarde bajo el
árbol.
Tomé mis libros en
gesto de despedida, pero en un parpadeo noté que Gargantúa ya iba lejos, por el
mismo camino por el que llegó, ahora iluminado por la luna. Decidí quedarme
ahí, solo bajo el árbol y la luna. No tenía sentido retirarme sin espectadores.
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