miércoles, 19 de noviembre de 2014

Gargantúa, primer demonio.


Era una sombra a lo lejos, que caminaba desde el horizonte como un extraño errante. Una sombra en ese día soleado producía incomodidad. Nosotros, en la cima de un montículo coronado por un jacarandá, padecíamos la sombra entre breves rayos del sol. Reposábamos el banquete. A nuestro alrededor, los extensos pastos del campus, casi sin fin. Casi, porque esa sombra que se acercaba marcaba, para mí, el fin. “¿Qué más se puede pedir?”, dijo Celeste, mirando su copa. “¡Wine in the afternoon o muerte! Ese es el lema”. Los demás, desatentos, sonrieron por el lema. Miré a Celeste y me gustó por un instante. Me gusta su pelo de niño, pensé. La sombra tomaba forma: era un gordo, muy grande, abrigado y que sonaba a su andar, porque traía consigo herramientas colgando. Corrió un viento suave, pero fuerte. “Qué frío. Yo me largo. Ustedes quédense aquí con su tarde improductiva. Alguien tiene que hacer que esto funcione”, alegó Rosa. Me despedí de ella con la mano. Celeste le dijo algo, un insulto amistoso. Y Nikolai la miraba, con tristeza, porque una vez más se iban separados. El sol sobre nosotros y Nikolai mirando taciturno el trayecto que dejaba Rosa en su andar. Cuando ella hubo desaparecido en el horizonte, o más allá, Nikolai sirvió una nueva ronda de vino.
            El andar del demonio era lento, pero continuo. Llegaría en algún momento y lo más pronto que pudiera, pues iba en línea recta. El calor del sol no lo afectaba, sino la luz. Yo esperaba con ansias la llegada del errante, aunque también barajaba la opción de pararme e irme antes que llegara. “Gargantúa”, exclamó Celeste. “Llegará Gargantúa y nos quedaremos aquí toda la tarde. Empezaré a irme”. Ante mi sorpresa, ambos ya habían notado la venida del demonio y estaban prestos a  irse. Habían terminado su última copa, antes que yo diera el primer sorbo. De pronto me vi solo, mirando cómo mis amigos se alejaban y desaparecían tras el horizonte, línea que me pareció idéntica a un ojo cerrado. Los párpados que son el cielo y la tierra, me dije, y cuando terminé de decirlo, me vi rodeado de sombra. Gargantúa había llegado y se sentó a mi lado.
            Contrario a la intuición, Gargantúa no era desagradable a la compañía. Olía bien y sus conversaciones entretenían. Se sirvió el vino restante en la botella abierta y abrió otra. Yo no bebí más, pero estuve escuchándole toda la tarde. Cayó el sol y seguíamos bajo el jacarandá. Gargantúa sacó comida de su saco y comimos, pues desde el almuerzo ya habían pasado varias horas. De pronto, un vino tinto para esperar la noche, que la luna ya empezaba a iluminar. No tomé en cuenta lo que me contaba, solo pensaba en mí y en qué pasaría si Celeste llegara. Un viento frío corrió y Gargantúa dijo un chiste a propósito. Fue muy gracioso, me reí menos que la gracia que me causó. Pero debía irme, pasé toda la tarde bajo el árbol.
Tomé mis libros en gesto de despedida, pero en un parpadeo noté que Gargantúa ya iba lejos, por el mismo camino por el que llegó, ahora iluminado por la luna. Decidí quedarme ahí, solo bajo el árbol y la luna. No tenía sentido retirarme sin espectadores.

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