Me senté arriba, vista parcial. Lo importante
era escuchar, aunque la parcialidad de mi vista permitía conformar la imagen
perfecta: frente a mí, una hoja de acanto de concreto. Los edificios clásicos de
tres pisos que tienen columnas representan, mediante sus capiteles, los tres
períodos de la arquitectura griega clásica: la simpleza dórica, la fortaleza
jónica y la elegancia corintia. Los primeros capiteles, los del primer piso,
son de cortes diagonales simples, como los de un cono; los del segundo nivel tienen
el espiral, figura matemática clásica de la perfección; en el tercer nivel, la
ornamentación de la naturaleza es el ideal, representado por la hoja de acanto.
Esta última era mi vista parcial para escuchar sonidos muertos, casi como ver
la luz de una estrella.
Expertos
en historia, arqueología y musicología habían recreado los instrumentos que los
griegos habrían utilizado para producir música en su época. Las obras que
presentaron fueron las producciones posibles con esos instrumentos, es decir
simple imaginación: un pensamiento radicalmente aleatorio. Todo eso pudo
ocurrir, o no. Sin información cierta ni testimonios claros, todo era un
invento improbable.
Mirar
la hoja de acanto al son de los hipotéticos ritmos antiguos, convertía mi
mirada en cine: una mentira que atentaba contra la verdad consensuada de la
música y de la imagen. Un atentado contra nuestra lectura del pasado. No eran actores
hablando inglés sobre ir en búsqueda de Helena a Troya, sino que una imagen,
que me hacía pensar en el pasado, en mirar la hoja de acanto de un tiempo que
ya se apagó, pero que retorna en forma de milagro. Eso es el cine: el milagro
de la imagen ajena, el milagro de un tiempo distinto del nuestro.
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