domingo, 16 de noviembre de 2014

Plantas.


Siempre encontraba billetes, eso me llamaba la atención. ¿Por qué le ponían billetes? Supuestamente, el dólar es una planta que reproduce la plata, que la multiplica. Entonces, cuando disponía en lugares estratégicos mis soldados de plástico en el complejo jardín, uno de los puntos neurálgicos era el dólar: defenderlo implicaba defender las reservas económicas que poseíamos, o que habíamos ganado. Cada día, revisaba la seguridad de los billetes que escondía la planta. Aunque lo valioso no eran solamente los billetes: había llegado a un grado en que distinguir las hojas de la planta con el papel de los billetes era imposible. Defendía el dólar, en todo su campo semántico.
            Una tarde de siesta, sin embargo, fue interrumpida: un sonido continuo de agua me hizo pensar en una cascada, en el viento fresco de la tarde. Miré el techo y el color de la luz era de ese que no supe, por un segundo, si acaso era muy temprano o muy tarde. Pensé en los soldados y conecté: estaban regando el jardín. Los soldados, el dólar. Me apresuré y fui al dólar: los soldados desparramados en el barro producido por el riego, derrotados. Algunos caídos, otros bajo el barro, los más desaparecidos. Ninguno protegía al dólar: los billetes eran una masa de tierra, agua y papel verde que se confundía con las hojas de la planta.
            Mi primera impresión fue de fracaso, al no poder defender el dinero. Luego miré el asunto como símbolo: el dinero se confundió con la planta, finalmente no habría diferencia entre los billetes y la planta.
            No volví a proteger esa planta, que terminó por marchitarse al sol.

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