Siempre encontraba billetes, eso me llamaba la
atención. ¿Por qué le ponían billetes? Supuestamente, el dólar es una planta
que reproduce la plata, que la multiplica. Entonces, cuando disponía en lugares
estratégicos mis soldados de plástico en el complejo jardín, uno de los puntos
neurálgicos era el dólar: defenderlo implicaba defender las reservas económicas
que poseíamos, o que habíamos ganado. Cada día, revisaba la seguridad de los
billetes que escondía la planta. Aunque lo valioso no eran solamente los
billetes: había llegado a un grado en que distinguir las hojas de la planta con
el papel de los billetes era imposible. Defendía el dólar, en todo su campo
semántico.
Una
tarde de siesta, sin embargo, fue interrumpida: un sonido continuo de agua me
hizo pensar en una cascada, en el viento fresco de la tarde. Miré el techo y el
color de la luz era de ese que no supe, por un segundo, si acaso era muy
temprano o muy tarde. Pensé en los soldados y conecté: estaban regando el
jardín. Los soldados, el dólar. Me apresuré y fui al dólar: los soldados
desparramados en el barro producido por el riego, derrotados. Algunos caídos,
otros bajo el barro, los más desaparecidos. Ninguno protegía al dólar: los billetes
eran una masa de tierra, agua y papel verde que se confundía con las hojas de
la planta.
Mi
primera impresión fue de fracaso, al no poder defender el dinero. Luego miré el
asunto como símbolo: el dinero se confundió con la planta, finalmente no habría
diferencia entre los billetes y la planta.
No
volví a proteger esa planta, que terminó por marchitarse al sol.
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