No toda luz da sombra. Pero la que nos atrae es
aquella que está íntimamente ligada a la sombra. La luz divina no produce
sombra: no hay lugar que quede libre de su fulgor. La luz humana, la del fuego,
produce sombras. Las mismas sombras que animaban las cavernas, las sombras que
también son el cine.
Es
la oscuridad la que nos abraza, nunca la luz. Los refugios son siempre en las
sombras. Nos ocultamos bajo la oscuridad de las sábanas para evitar el contacto
con los monstruos nocturnos, pero también para acelerar el contacto con otras
piernas. De esa oscuridad, que no es más que una superposición de sombras,
surge la complicitud. Los cómplices poseen un refugio en las sombras. Los
cómplices se ríen desde la oscuridad. Los cómplices sellan sus pactos con un
beso, un ósculo. La complicitud es un refugio.
Ese refugio, oscuro, es
el que está en la base de todo el pop melodramático latinoamericano. Una
oscuridad que se ríe, pero que mira seriamente. Hay algo en esa sombra que la
hace profundamente humana: su cercanía con la luz, con esa luz que produce
sombras.
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