martes, 4 de noviembre de 2014

Sin tocar.


Mover cosas sin tocarlas. No lo creía, hasta que lo hice. Con esa experiencia temprana, no tuve criterios para no sorprenderme con cualquier cosa que me propusieran. Pude creer eso, porque lo hice: mi tío, un pinochetista acérrimo, un nazi blando y un místico escéptico, me contaba de sus experiencias de desdoblamiento, de su escape de la matanza del seguro obrero, de la masonería, de los casos de alienígenas durante la dictadura, de Kafka. “Tú puedes mover este lápiz sin tocarlo”, me dijo un domingo mientras revisaba si se había ganado el Loto. Esa tarde, junto con un billete, me dejó un pedazo de papel metálico que debía poner sobre una aguja clavada en una goma. “Hazla girar”. Lo intenté durante toda la semana, para mostrarle el domingo mi hazaña. Mientras practicaba, me imaginaba energía que salía de mis flacos brazos, que tocaba el papel y que lo movía. Me lo imaginaba, pero eso no pasaba ante mis ojos. Pasé horas concentrado mirando ese pedazo de papel, hasta que se movió y empezó a girar de manera continua. Mi gozo fue inmenso. Lo esperé el domingo, con mi hazaña escrita (cada domingo, debía tenerle escrito un “libro”). “Lo movió el viento. Sabrás que lo moviste tú cuando esté girando para un lado y decidas que vaya para el otro”. Mi tristeza por no hacerlo bien, derivó en desafío: dediqué el doble de esfuerzo para asegurarme que el movimiento fuera producido por mí, no por otro factor. Me encerré, tapé todas las posibles corrientes de aire de mi pieza, mientras lo hacía guardaba la respiración. Lo logré: mientras giraba la rueda de papel hacia la derecha, le di la orden que lo hiciera hacia la izquierda, y sin explicación cambió de dirección. O sea: la explicación era mi deseo. Lo logré y se lo relaté a mi tío. Me dijo que le pusiera un vaso encima, para estar seguro que no fue el viento. No sé si él sabía lo que pasaría, pero ahora me doy cuenta que fue lo que debía ocurrir: el vaso se rompió.
            Nunca  más volví a intentarlo, por el cansancio que me producía el ejercicio. Pero recuerdo esas horas mirando un pedazo de papel y creo que algo de esas destrezas quedan. Durante una feria de libros usados, paseaba por los mesones: un libro de mi tío. Intenté moverlo, sin tocarlo, riéndome un poco de la telekinesis: “Este tipo sobrevivió a la matanza del seguro obrero”, me dijo la chica que atendía, mientras levantaba el libro. “Hago mi tesis sobre él”. Me reí.

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