lunes, 16 de febrero de 2015

Animales salvajes.


Somos opuestos estelares, me dijo. No sé cómo adivinó, pero en eso radicó todo: en el adivinar. Adivinar es una cuestión humana: el perro sabe dónde está enterrado su hueso, el gato sabe dónde roe la rata. No lo adivinan, nosotros lo hacemos. Ella adivinó: no es tan difícil, me dijo: mal que mal, es conocimiento acumulado por años.
            Eso es el Zodiaco: información acumulada durante miles de años sobre nuestra conducta. No adiviné, me dijo: lo intuí. De hecho, intuyó que contarme su intuición me entusiasmaría a seguir interrogándola. Me contó acerca de los signos, sobre las compatibilidades; me enseñó sobre las constelaciones y sobre los ascendentes; me calculó la carta astral y me reveló secretos propios. Adivinaba cosas sobre mí y pronto sobre nosotros. De inmediato me señaló nuestro final: desde mi balcón te arrojaré tus platos, gritos mediante. Eso predijo.
            Tras la profecía autocumplida, adquirí sus facultades: aprendí a adivinar, pero más allá de eso, aprendí qué significaba adivinar: sus sorpresas por el grado de compatibilidad, el azar de habernos conocido y el milagro de haber conversado durante horas de esa madrugada no eran más que correcciones de una incompatibilidad latente, de un azar forzado y de un milagro coordinado. La adivinación era más bien una invitación: una invitación a comportarnos como los salvajes ancestros que dieron nombre a nuestros signos, ancestros que no eran sino animales.

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