Somos opuestos estelares, me dijo. No sé cómo adivinó, pero en eso radicó todo: en el adivinar. Adivinar es una cuestión humana: el perro sabe dónde está enterrado su hueso, el gato sabe dónde roe la rata. No lo adivinan, nosotros lo hacemos. Ella adivinó: no es tan difícil, me dijo: mal que mal, es conocimiento acumulado por años.
Eso es el Zodiaco: información
acumulada durante miles de años sobre nuestra conducta. No adiviné,
me dijo: lo intuí. De hecho, intuyó
que contarme su intuición me entusiasmaría a seguir interrogándola. Me contó
acerca de los signos, sobre las compatibilidades; me enseñó sobre las
constelaciones y sobre los ascendentes; me calculó la carta astral y
me reveló secretos propios. Adivinaba cosas sobre mí y pronto sobre nosotros. De
inmediato me señaló nuestro final: desde mi balcón te arrojaré tus platos,
gritos mediante. Eso predijo.
Tras la profecía autocumplida,
adquirí sus facultades: aprendí a adivinar, pero más allá de eso, aprendí qué
significaba adivinar: sus sorpresas
por el grado de compatibilidad, el azar de habernos conocido y el milagro de
haber conversado durante horas de esa madrugada no eran más que correcciones de
una incompatibilidad latente, de un azar forzado y de un milagro coordinado. La
adivinación era más bien una invitación:
una invitación a comportarnos como los salvajes ancestros que dieron nombre a
nuestros signos, ancestros que no eran sino animales.
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