Es un recuerdo vago de la infancia. La niebla iluminada espantaba el miedo. Eso y el silencio me dejaban ir tranquilo a la ventana. Mi tía asumía que mis pasos cortos a las tres de la madrugada tenían por destino el baño, pero no: ya era mi costumbre ir a la ventana y mirar el puente, mirar a través de la niebla iluminada.
Luces rojas, luces verdes, luces amarillas. Un gris
morado blanco en general. La niebla me cubría y era un francotirador mirando
entre la persiana. Mirando la niebla iluminada por la madrugada solía descubrir
sombras en el puente, sombras que subían y bajaban de los autos. Sombras
nocturnas que jamás podrían verme entre la niebla iluminada.
A ratos, el rostro se me iluminaba con el verde de
los semáforos, con el rojo de los autos, con el negro de sus sombras. Miraba
nervioso hacia atrás, refregaba mi pie en la alfombra. No hubiese podido
inventar algo si me sorprendían mirando por la ventana. Veía una sombra subir a
un auto y me giraba: miraba cómo el oscuro techo de la sala se iluminaba
alternadamente: roja, verde, roja, verde. Me fijé entonces que los semáforos, a
esa hora, estaban coordinados: todos rojos, todos verdes. También noté que las
sombras aparecían puntuales faltando siete minutos para las dos y desaparecían
impuntuales a eso de las cinco. Verde, rojo. La niebla iluminada y las sombras.
Las luces y las sombras estaban coordinadas, parecían ser una, un gran ojo que
me miraba.
Por eso me llaman tanto estas cosas, ¿no ves? Cruzar
este puente y que al fondo todo esté iluminado con un solo color verde, con un
solo color rojo, despierta mis sospechas de que alguien me observe, nos espíe.
Alguien que ve nuestras sombras y disfruta.
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