Desde la oscuridad de este balcón, noto que la oscuridad del cielo no es más profunda: pienso que es la luz de la luna, pero esta noto que no aparece por los rincones; pienso que son las estrellas, pero no: es una luz que desconozco, una luz de este lado del mundo: recuerdo que no es la misma noche que veo siempre, aunque las estrellas parecen dispuestas tal como en Santiago.
Miro la hora. Veo la silueta de la
cordillera al fondo: son azules, uno más claro el del cielo, aunque ambos
oscuros. Veo estrellas que nunca antes vi, veo satélites que nunca antes vi.
Son los satélites del sur que iluminan la noche, que iluminan con fantasías
propias: de repente veo que los satélites caen repentinamente y pienso que debe
ser algún efecto extraño producido por la diversidad de oscuridades que están
sobre mí: no es la oscuridad del balcón, tampoco la de la habitación tras de
mí, ni la del cielo ni la de las estrellas ni de la cordillera: son todas las
oscuridades, son todos esos azules que me impiden ver los satélites quietos,
tranquilos y estables: tengo que verlos cayendo en ese mar extrañamente
iluminado con oscuridad. Miro la hora y pasó media madrugada. Cada vez está más
oscuro y más claro. ¿Será ese claroscuro
en que aparecen los monstruos?
Pienso que las estrellas no son luz
sino tiempo: son un tiempo sobre nosotros, son lo que duran en el firmamento.
El tiempo de una estrella, el de un rockstar,
es un tiempo breve. Las constelaciones son comunidades que logramos en ese
tiempo. Lo eterno es el firmamento, con esa oscuridad de una perla negra.
Respiro el viento frío y veo caer un satélite: satellite’s gone, up to the skies.
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