Nos sentábamos en el balcón. La vista era la silueta de la cordillera y el borde de la constelación estelar. De vez en cuando, nos fijábamos en los autos que pasaban por abajo, en la autopista. Muy pocas veces, dotábamos de existencia a los peatones que pasaban por debajo del edificio, siendo habituales aquellos que llegaban a existir producto de su imposibilidad de resistir el vaciamiento del vino de nuestras copas.
Vimos dos estrellas fugaces, Sin
embargo ella vio una que yo no y yo vi una que ella no: nosotros vimos dos,
pero yo vi una, ella otra. Ambas noches conversamos sobre lo que significaba “ver
una estrella fugaz”: es un milagro, me decía ella; es una ficción, decía yo. Es
un milagro, porque Dios decide que veas la muerte de una creatura, un hecho que
ocurrió hace miles de años y que transcurre en un instante. Es lindo verlo así,
pero la mayoría de las veces lo único que existe de una estrella fugaz es
alguien diciendo “¿la vieron?”, le dije yo. Pensaba que era una ficción, porque
le mentí decenas de veces con “¡Mira, una estrella!”; “¿¡Dónde!?”, ella. Es una
ficción, pero una ficción hermosa que permite a otro regalar un milagro: lo vi
solo, pero quiero incluirte en mi milagrosa experiencia. No estaba en
desacuerdo con ella, en definitiva. El hallar una estrella fugaz era una acto
que podía ocurrir o no, pero que siempre podíamos mentirnos para formar parte
de esa experiencia, que no es la experiencia de ver la estrella, sino de
disfrutar del hecho de saberse iluminado por su luz. Esa luz es la de saber que
otro quiere entregarte esa estrella, no para ti, sino para ambos: que alguien te piense en una comunidad era el punto.
Celebramos
nuestro acuerdo con un brindis: ambos creíamos en los milagros ficticios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario