Tiresias, el vidente ciego, fue condenado en los infiernos a caminar errante con el rostro volteado a su espalda. La adivinación era una facultad exclusiva de los dioses, que la poseyera un mortal era una herejía.
A
veces intento adivinar qué será del futuro. Hay cuestiones que aparecen con
cierta evidencia: ella reaparecerá, esto no durará, aquello terminará pronto.
Para más especificaciones recurro al naipe español: viene montando el caballo
galopante, pero con una blanda espada entre sus manos. Pocas copas. Para
redondear, comparo con el pasado y obtengo así una fórmula amateur para saber
qué será de mí. No hay fallas, aunque la precisión siempre es algo abierto: que
ella reaparezca, es algo que sólo puede ocurrir tras el milagroso aparecimiento
que significó una noche; que esto no dure es señal del tedio producido por la
ansiedad del retorno; que eso termine pronto, es la voluntad de acercar un
final ya resuelto. Cuando veo todas esas cuestiones que parecen más o menos
obvias en el futuro, caigo en cuenta que ya las tengo decididas hace rato.
El
vidente era ciego, porque no es necesario ver
el futuro para saber cómo es que viene.
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