Desde un azaroso asiento de la plaza, miraba
hacia su venta. Sabía que venía, quizá bajaba presurosa por la escalera; tal
vez cerraba su puerta con llave; en una de esas aún decidía si salir con
chaqueta de cuero o no.
Desde
su ventana miraba, sin poder distinguir uno de otro, los asientos de la plaza.
No me pudo divisar, aunque tampoco yo pude verla.
Cuando
conversábamos a oscuras, pensaba en esas situaciones: nunca saber lo que
realmente sucedió en el preciso instante en que me lo preguntaba. Ese era un
espacio de silencio tan breve, como inútil. Tan miserable como misterioso. No
podía preguntarle. No cambiaría una caricia por una pregunta. Es una duda
existencial, como tantas otras. Duda como la de saber si ella también las
tenía. Cuando estábamos a oscuras le tomaba la mano, porque más allá de la
oscuridad estaba el abismo, esa oscuridad honda e inundada. Le tomaba la mano
para saber que no estaba en esa falsa distancia eterna que se produce a
oscuras: “si sueltas mi mano, siento que estás a miles de kilómetros de
distancia”.
Desde
mi azaroso asiento la veo bajar presurosa por la escalera con su chaqueta. Me
sonríe. Le tomo la mano, aunque el sol camina sobre sus pies. La luz del sol no
es honda ni está inundada, aunque sí es tan falsa como la distancia entre ambas
manos.
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