lunes, 26 de junio de 2017

Mi gata Antígona, o sobre el comunismo.

A primera vista, es una masa blanca y negra. Una masa llena de ojos, con algunas manchas negras que forman pequeños continentes. De esos continentes, a veces, se descuelga una pata, con pequeñas garras. Algunos colmillos aparecen luego los continentes alternen su color entre blanco y negro. Los ojos azules se turnan con los verde. Un revoltijo silencioso de pelo, con continentes, uñas y dientes. Un revoltijo se separa de otro y dejan de ser esa masa unitaria. Ahora son dos o tres. Cinco. Cinco masas, cada una que aparece diferenciada de la otra, tan diferenciada que nos damos cuenta que ya no hay continentes negros en lo blanco, sino que cada uno era un continente, separado e individual. 
          Era una masa innombrable, sin límites. Casi una herejía que no podía ser bautizada. Ahora, en cambio, aparece la Historia misma en sus límites. Podemos empezar a imaginar rostros en lo que era simplemente una aberración ominosa. Lo indecible se transforma en lo nombrable, se transforma en un conjunto de nombres que la Historia misma dio a luz en más de una ocasión: ahí están Antígona y Electra, como guardianas de la individualidad de esas masas; Apolo observa quito, como una de sus representación; Juana, en honor a la santa de Orléans, se confunde con otra de las herederas del destino. Cinco rostros que aparecen en la forma de cinco animales.
          De esos cinco animales, la única que me devuelve la mirada es Antígona. Desde una pequeña cueva, su mirada trasciende la oscuridad. La cueva amplifica el maullido y anuncia un cierto lazo que cubrirá un saludo. Un saludo y ya es una gata. Saludar a un gato significa ofrecer un lenguaje que, de ser respondido, será común. Será como comer del mismo plato o dormir la misma siesta. La misma mancha, los mismo dientes, las mismas uñas. De manera suave los límites se confunden y una mano ya no es más que una garra. Al revés. No hay manera ya de definir una diferencia.
          Cualquier ruido interrumpe esta relación y el algodón se disuelve en agua. Una especie de espiral confunde el tiempo con la mirada, con un beso. Todo se convierte en un salto suicida interrumpido que se acumula en la Historia y arrumba esos nombres. Todo termina de golpe con la interrupción, que puede ser un pájaro o una sombra. Todo se agota y vuelve a ser mi gata, Antígona.
          La veo dormir y reconozco que somos distintos, que no somos lo mismo, no estamos en lo mismo. Y me entristezco al pensar que en la vida solo podemos vivir de a uno. Me avergüenzo de esa tristeza y me siento en el banquillo de los nostálgicos para decirme en voz alta: “No hay nada que hacer”.

          Lo que verdaderamente me entristece es que, a primera vista, ya no somos una masa: somos una suma de puntos finales.

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